¿Qué extraña pulsión o arrebato mental lleva a muchos a condenar la represión y el asesinato perpetrados por dictadores de derecha y, sin embargo, les impulsa a justificar la represión y el asesinato que cometen los dictadores de izquierda? La respuesta no es sencilla, pero tal vez la clave esté en la instrumentalización marxista del concepto de revolución, entendido como ruptura y continuidad. Para el comunismo, la revolución tiene un comienzo temporal, pero como se encuadra en un largo proceso histórico, material y social, no termina nunca.
Para la izquierda, Fidel Castro no fue un dictador, sino un revolucionario. Y como un revolucionario está facultado para encarcelar o exterminar a quienes piensan distinto durante todo el tiempo que sea necesario para dar continuidad al proyecto, los dictadores de izquierda pueden dejar en suspenso los derechos humanos durante casi sesenta años sin que podamos llamarles asesinos.
Sin el castrismo, Cuba hoy podría ser una democracia imperfecta, pero una democracia al fin y al cabo. Y los cubanos disfrutarían de unas cotas de libertad y progreso que —por muy relativas que fueran— serían infinitamente mayores de las que gozan ahora. Por la sencilla razón de que no tienen ninguna. El futuro de Cuba permanece anclado en el pasado, varado en mitad de la nada, pero como Fidel Castro —según la izquierda— se murió siendo un revolucionario, la culpa de que el proyecto no haya terminado de cuajar no es suya, sino de quienes no le dejaron llevarlo a cabo. Habrá que darle tiempo a Raúl.
La inmensa mayoría de las dictaduras que existen en el mundo son de izquierdas, tal vez porque las detestables dictaduras de derechas no responden al viejo concepto marxista de revolución y, en cuanto que constituyen una gravísima amenaza, hay que combatirlas por una elemental razón de dignidad. La dignidad, para la izquierda, es un gigantesco embudo. Tanto que la muerte de Fidel les ha nublado la razón.
Rectifico: ya la tenían nublada. Algunos llevan así sesenta años.
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