Liberado en el centro de torturas de La 40 por órdenes de Trujillo ejecutadas por el coronel Candito Torres, jefe de operaciones del SIM, Ángel Severo Cabral continúa en sus Notas la narración de los hechos del 30 de Mayo de 1961 en los que participó. Da detalles de la grabación a ser radio difundida tras el ajusticiamiento del tirano. Así como de la entrega de las 3 carabinas M-1 agenciadas por Plutarco Acevedo -el cover name usado por él como enlace con el personal de la embajada americana- que serían utilizadas la noche libertaria por Antonio de la Maza, Pedro Livio Cedeño y Amado García Guerrero, según consigna Soto Jiménez en Malfiní. Radiografía de un magnicidio y Bernardo Vega en Areito, los textos más recientes de una serie monográfica que incluye a Crassweller, Diederich, Grimaldi, Guerrero, García Michel, Balcácer, Gutiérrez. Cuenta Severo sus movimientos la noche decisiva.
Al salir de La 40, apunta: "Después de esto me volví más cauto. Suprimí los viajes al interior y trataba de justificar cualquier contacto o visita que tuviera necesidad de hacer. La proclama que debía leerse por la radio después de la muerte de Trujillo la entregué a Juan Tomás para su aprobación y luego fue grabada en una cinta con diversos llamados al pueblo, a las fuerzas armadas, a los miembros del Frente Cívico de Unidad Nacional y a otras organizaciones. En la redacción de estos llamados colaboró el Lic. José Francisco Tapia y en su grabación, muy eficientemente, el Dr. José María Cabral Vega.
La noche que me visitaron De La Maza y Pedro Livio Cedeño, les ofrecí entregar las armas a la 1:00 p.m. del día siguiente, en la Avenida Mirador del Norte. Poco antes de esa hora las tomé de manos del señor Stocker. En manos de otro amigo estaban los cargadores que me habían entregado antes. Los tomé también y me dirigí al sitio convenido. En la avenida Lincoln me esperaba de La Maza en su carro negro. Doblé y él me siguió a distancia hasta un sitio desierto donde lo esperé. Entregadas las armas lo abracé y le desee buena suerte.
El 30 de mayo de 1961 celebraba mi esposa nuestro 25 aniversario de matrimonio. En la casa estaban algunos familiares y amigos de intimidad. A eso de las 10 p.m. sonó el teléfono. Manuel de Ovín me daba, en la forma convenida, la noticia. Ya el cadáver de Trujillo estaba en el patio de la casa de Juan Tomás, en el baúl del carro negro de Antonio de la Maza. Desde dos teléfonos de casas vecinas llamé a algunos amigos que esperaban mi llamada. Ellos tenían los hombres con quienes tomaríamos la estación para pasar la cinta con el comunicado. Llegaron a mi casa y convinimos en reunirnos alrededor del Restaurante El Dragón. Uno de ellos me llevó en su automóvil hasta la puerta trasera de la residencia de Juan Tomás, donde debía esperarme.
Traspuesta la puerta del patio me vino a recibir Juan Tomás, quien abrazándome fuertemente me dijo: Ahí tenemos el hombre, Severo, qué hacemos ahora. Yo no sabía lo que se había previsto a última hora y le pregunté si ya se habían hecho los contactos con los comprometidos de las fuerzas armadas. Sin decirme más llamó a Luis Amiama que estaba cerca y le invitó a que fueran enseguida a ver al general Román. Yo seguí hasta donde se alcanzaban a ver algunas personas en plena oscuridad. Estaban detrás del automóvil que contenía el cadáver. De La Maza me vino a saludar. El y los que estaban ahí conversaban como si nada hubiese ocurrido. Estábamos pegados al baúl del carro negro. Sacó las llaves para mostrarme el cadáver, pero yo no quise verlo. No reconocí a los otros. La noche estaba negra.
Me hicieron saber, no obstante, que habían dejado herido a Pedro Livio en la Clínica Internacional. Sabían de mis relaciones con él. En la puerta de una habitación en penumbra estaba muy cerca una mujer. Creo que era Doña Cristiana, la joven esposa de Juan Tomás. Cuando salía Juan Tomás en el carro manejado por Luis Amiama, me recomendó irme enseguida a mi casa. Ya él sabía que las fuerzas armadas estaban en conocimiento de lo acontecido. Cuando pasé por las oficinas del SIM mientras me dirigía a su casa, varios hombres estaban afuera aparentemente en estado de alerta, provistos de armas largas.
Cuando salí a la calle ya no estaba allí el automóvil que me había llevado. Esperé un rato en la esquina y luego seguí a pie por la calle Rosa Duarte hasta la Bolívar. La policía de la estación ubicada en esa esquina también estaba alertada. Tomé un carro de alquiler y me dirigí a casa de Manuel Tapia Brea, a quien había llamado antes. El había salido por el Dr. Rafael Acosta, quien también debía actuar esa noche. Mientras llegaban observaba con la señora de Tapia y el menor de sus hijos, al través de las persianas, el movimiento inusitado de oficiales de las fuerzas armadas y algunos altos funcionarios, al salir y entrar del Hospital Militar Dr. Marión, a muy corta distancia de nosotros. Ya habían llevado allí al chofer de Trujillo.
Poco más tarde llegaron Tapia y el Dr. Acosta y salimos hacia El Dragón. Entramos con el pretexto de tomar algo y esperamos hasta convencernos de que nuestros hombres no concurrirían. De todos modos, habría que esperar. Tapia me condujo a casa y siguió a llevar a Rafael Acosta al Ensanche Ozama.
Todavía en casa me esperaban algunos familiares y amigos. Mi esposa, que era la única que estaba en conocimiento de lo acontecido, había organizado la casa de nuevo y se había empeñado en tranquilizar a los presentes, quienes vieron como muy extraño la llegada de mis amigos y mi brusca y prolongada salida. Mi esposa y Ada, la mayor de mis hijas, habían llevado y traído numerosos mensajes y sabían que la ejecución de la trama tendría lugar el 31 de mayo.
Se sabía que el miércoles, 31 de mayo, iría Trujillo a San Cristóbal, pero la noche del 30, por algo imprevisto, decidió adelantar el viaje e ir esa misma noche. De esto se enteró Miguel Ángel Báez Díaz, quién lo comunicó, confirmándolo luego el teniente Amado García. Este prestaba servicio en Estancia Radhamés, residencia de Trujillo, y debía participar en el golpe.
La noche del 30 de mayo no creo haber dormido mucho. Estuve atento a todos los ruidos de la ciudad y no estaba seguro de que se hubiera fracasado.
Salí en la mañana en dirección a mi trabajo. Era para entonces funcionario de la Casa Vicini. Un amigo me contó en el trayecto lo acontecido la noche anterior. Ya era de conocimiento público y se conocían los nombres de los participantes. Al llegar a la Casa Vicini, en la Isabel la Católica, vi desmontarse de su carro al Lic. Osvaldo Peña Batlle. Me llamó aparte, extrañado de que no me hubiese ocultado. Me urgió que lo hiciera. Entré y salí al cabo de un rato hacia la casa de una parienta de toda confianza, donde permanecí dos días. Ya se había dispuesto el registro de todas las casas de la ciudad, en busca de los autores del tiranicidio y mi nombre no había sido mencionado.
"Me fui a casa y viví mi vida normal"
Como se desprende de su propio relato y de testimonios ofrecidos por otros complotados sobrevivientes como Ovín Filpo, Antonio García Vásquez, Chana Díaz, Miguel Ángel Bissié, así como del examen de las monografías sobre el magnicidio, el papel de Severo Cabral fue clave en toda la trama, en función articuladora. En él convergían varios planos de la conspiración. Hombre del viejo frente interno activado desde los años 40, era parte de un grupo de profesionales de clase media al que repugnaba los métodos de la dictadura, desconfiado de sus promesas engañosas -incluso la apertura de postguerra que Vega llamara "interludio de tolerancia"-, convencido de que "a la culebra hay que darle por la cabeza", como decía en sus pláticas reflexivas Poncio Pou Saleta, en presencia de Antonio Imbert y Delio Gómez Ochoa. Ese fue el grupo perennemente conspirador, planificador de atentados y contraparte interna de las expediciones que el exilio fraguó.
Coincidía en Severo su condición de funcionario de la Casa Vicini. Allí, un núcleo discreto -casi por cultura familiar-, pero consistente y valiente, de la resistencia. Hombre de confianza de una familia descendiente de un prominente empresario azucarero italiano del siglo XIX, Juan Bautista Vicini. Entroncada por el ramal Cabral con una red fundamental de otras familias destacadas en la política, los negocios, las profesiones y los servicios armados a la patria. Por consiguiente, Severo Cabral encaminaba en el terreno local una tarea que Gianni Vicini Cabral y Donald Reid Cabral emprendían en Washington con auxilio del nicaragüense Pancho Aguirre: liquidar a Trujillo y a su dictadura. Asegurando el escenario de la transición.
Enlace con la embajada para las armas y otros menesteres, en conexión con Wimpy y Stocker. Vinculado al grupo operativo y al nivel político de la conspiración. Responsable de la proclama libertaria. Armador de una formidable red que a pocos días del ajusticiamiento eclosionó en Unión Cívica Nacional, como un aldabonazo en la conciencia ciudadana. Para que Viriato Fiallo, salido del ostracismo, pudiese exclamar en el Parque Independencia su detonante "¡Basta ya!". Para que Manolo excarcelado levantara su justiciera bandera verdinegra, simbiosis de luto y redención. Y un Juan Bosch llegado del exilio sembrara la palabra entre los hijos de Machepa. Y con ella la esperanza de reformas.
Estereotipado por la termocefalia de entonces como el Ángel del Exterminio en alusión a posturas políticas radicales en la convulsionada media década de los 60, mi tío Mané Pichardo Sardá -conspirador junto a Severo en los 40 y los 50- me dio cuenta constante de su terco coraje. Fue con tercos exterminadores como él que se forjó la noche libertaria del 30 de mayo. Aún para que mozalbetes enceguecidos pudiesen segar su vida.
De: JOSÉ DEL CASTILLO PICHARDO
De: JOSÉ DEL CASTILLO PICHARDO
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