Digitelpress, redacción Europa en español, 21 de julio de 2014
Por Luis R. Decamps R. (*)
El origen de la tiranía -sin importar época, naturaleza política, signo ideológico o carácter civil o militar- ha sido un lugar común en la historia de la humanidad: cierto contexto circunstancial en el que la ineficiencia gubernamental y el irrespeto generalizado por la regla de derecho, habitualmente patentes en un perifoneo sectario y repetitivo de que se bordea el abismo social o existe amenaza de “disolución” de la nación, generan e imponen en importantes y decisivos núcleos de la población el clamor por un gobierno “fuerte” o “de mano dura”.
La entronización de la tiranía que durante treinta años encabezó Rafael Leónidas Trujillo Molina en la República Dominicana, aunque algunos lo quieren olvidar y otros intenten no darse por enterados, se cimentó con exactitud casi matemática en esas premisas históricas: tras seis años de gobierno del general Horacio Vásquez (desde el 12 de julio de 1924 hasta el 3 de marzo de 1930) -imputado por la oposición de ineficiente, corrupto y excesivamente débil-, en el país había una virtual campaña de opinión en procura de un “hombre” que impusiera el “orden” y reorientara “el rumbo torcido de la república”.
Tal campaña, impulsada desde liderazgos emergentes y periódicos de la capital y de Santiago, no sólo fue respaldada por una influyente franja de la intelectualidad dominicana que adversaba al gobierno -la vinculada a los pensadores denominados “pesimistas” que albergaban serias dudas sobre la integridad de la nación dominicana y la viabilidad en democracia de su Estado- sino que también encontró eco en varios de los viejos aparatos políticos clientelares ávidos de prebendas y canonjías estatales, incluyendo a una parte del propio horacismo.
En adición a los aludidos cuestionamientos que se le hacían a la administración de Vásquez -sin olvidar los focales contra el adefesio histórico de 1928 que se denominó “La prolongación”-, hay que consignar otros hechos fundamentales: el mandatario no era propiamente un demócrata y un civilista; era un caudillo tradicional de la montonera que, desmovilizado política y militarmente por el régimen de ocupación militar estadounidense (1916-1924), resultó electo en unas elecciones tuteladas por el poder extranjero y estableció una administración con los ancestrales vicios del presidencialismo nacional, especialmente el personalismo, el clientelismo, la corrupción y la intolerancia frente a las opiniones críticas.
(En el caso específico de los intelectuales, acaso convenga recordar algunos de los más connotados dentro de los que fueron perseguidos, humillados, agredidos o encarcelados por el gobierno “democrático” de Vásquez en razón de sus críticas a éste, al “anillo palaciego” o a sus ejecutorias políticas y económicas: Américo Lugo, Rafael Estrella Ureña, Luis C. del Castillo, Arístides Fiallo Cabral, Tomas Hernández Franco, Ulises Heureaux hijo, Emilio García Godoy, Osvaldo Bazil, Gustavo A. Mejía, Noel Henriquez y Manuel A. Peña Batlle).
Aunque Trujillo, en su calidad de jefe del Ejército, contaba en la capital un grupo de simpatizantes y aduladores (entre ellos Rafael Vidal Torres, un culto y habilidoso periodista que guardaba prisión por delito común bajo la autoridad de aquel, y que sería algo así como su mentor político) que le hacían el coro en sus disimuladas actividades conspirativas contra Vásquez, el llamado “Movimiento Cívico” del 23 de febrero de 1930 que derrocó a éste se originó en Santiago de los Caballeros y estuvo dirigido por el abogado e intelectual Rafael Estrella Ureña, líder del pequeño pero ruidoso Partido Republicano y admirador de Eugenio María de Hostos, José Enrique Rodó y Benito Mussolini.
El “Movimiento Cívico”, pantomima “revolucionaria” con la cual se disfrazó el golpe de Estado realmente ejecutado por Trujillo traicionando la confianza del anciano y enfermo presidente de la república, fue respaldado por gran parte de las nuevas generaciones del país y, muy especialmente, por los intelectuales, uno de los cuales (el poeta, narrador y ensayista Tomás Hernández Franco, autor de esa hermosa pieza poética que se titula “Yelidá”) luego llegaría a publicar un librito apologético en la que lo calificó como “La revolución más bella de América”.
Los líderes del “Movimiento Cívico” legalizaron la acción golpista contra Vásquez a través de una maniobra constitucional que puso a Estrella Ureña al frente de la cosa pública (se juramentó el 3 de marzo de 1930), y éste, siempre actuando en coordinación con el jefe del Ejército (que era el real depositario del poder), convocó las elecciones de 16 de mayo, para cuyas incidencias se formaron dos grandes coaliciones políticas: la Alianza Nacional Progresista, que postuló a Federico Velásquez a la presidencia y a Ángel Morales a la vicepresidencia; y la Confederación de Partidos, que presentó las candidaturas de Trujillo y Estrella Ureña.
El 10 de abril de 1930 se puso en vigor la nueva ley electoral, que entre otras cosas autorizaba al Congreso Nacional a designar una Junta Central Electoral, integrada por un presidente y dos vocales con sus respectivos sustitutos (para un total de seis miembros), que debía dirigir el proceso comicial. Como presidente fue nombrado el licenciado Domingo Estrada.
La nueva ley electoral también disponía el acuartelamiento del ejército durante la campaña y su colocación bajo el mando de las autoridades electorales, al tiempo que autorizaba el porte de armas de fuego, pero aunque la junta electoral trató de hacer cumplir tales mandatos le resultó imposible: Trujillo no sólo no acuarteló las tropas sino que desarmó a los ciudadanos -incluyendo a figuras públicas y funcionarios legislativos- que no le eran políticamente afectos.
La campaña electoral se desarrolló en un ambiente de violencia, pánico y ausencia de arbitraje: los aliancistas fueron fueron objeto de persecuciones o encarcelamientos en todo el país, los militares apoyaron abiertamente a la Confederación y reprimían por doquier, y bandas de facinerosos sembraban el terror ente los simpatizantes de la oposición.
El presidente Estrella Ureña públicamente se pronunció contra los desmanes de sus copartidarios, instruyó a sus subalternos civiles y militares para que respetaran los derechos de los aliancistas y, en una decisión que aparentaba ir en esta misma dirección, renunció el 21 de abril y le dio paso al gobierno provisional de Jacinto B, Peynado, quien se instaló al día siguiente.
El 23 de abril de 1930 los siguientes intelectuales y profesionales emitieron una declaración pública respaldando las candidaturas de Trujillo y Estrella Ureña: Ulises Heureaux hijo, Arquímedes Cruz Álvarez, Manuel de Jesús Galván, Emilio A. Morel, Jaime Vidal Velásquez, Manuel Morillo, Leoncio Ramos, J. Enrique Hernández, Francisco Benzo, J. Rafael Bordas, Francisco Espaillat de la Mota, Ernesto Paradas, Luis A. Weber, Francisco Sanabia hijo, Opinio Álvarez Mainardi, René B. Lluberes, Juan Valdéz Sánchez, Pedro Rosell, J. Marino Incháustegui, Alberto Font Bernard, Mario A. Acevedo, Carlos T. Sención, Jacinto T. Pérez, Cesar Dargan, Juan A. Bravo, F. Garcia y Garcia, Andrés Avelino Lora, Luis E. Saladín, Rafael Zorrilla, Juan Ramírez, Manuel Llanes, A. de Lima, Barón Pichardo, F. A. Rodríguez, Jaime Sánchez, Juan A. Padilla hijo,
Mario E. Guerra y Diego Henríquez.
Mario E. Guerra y Diego Henríquez.
En el “manifiesto” que dirigió al país el 24 de abril para anunciar formalmente que había decidido aceptar la candidatura presidencial por la Confederación, Trujillo dijo lo siguiente: “No hay peligro en seguirme, porque en ningún momento la investidura con que pueda favorecerme el resultado de los comicios de mayo, servirá para tiranizar la voluntad popular a la cual sirvo en este momento y a la que serviré lealmente en el porvenir”.
Sin embargo, la atmósfera política eran tan turbia que los miembros de la junta electoral sólo permanecieron en sus cargos varias semanas: entre el 1ro. y el 7 de mayo, el presidente y la mayoría de los miembros y los suplentes renunciaron, y pese a que según la ley electoral debían ser reemplazados por el Congreso Nacional, el presidente Peynado, bajo el alegato de que sólo faltaban diez días para las elecciones y no había tiempo para “tecnicismos”, emitió el decreto número 1292 en virtud del cual nombró una nueva junta encabezada por el licenciado Roberto Despradel, reconocido partidario de la Confederación.
Finalmente, el 15 de mayo la Alianza Nacional Progresista se retiró de la contienda en el entendido de que no existían condiciones ni garantías para una elección libre y democrática, y la Confederación de Partidos la “ganó” al día siguiente sin contrincante alguno.
Conforme a las informaciones ofrecidas por la junta electoral, la abstención había ascendido al 45.32, pues de 412 mil 931 votantes hábiles, sufragaron 225 mil 796, mientras que 187 mil 135 no lo hicieron. La candidatura Trujillo-Estrella obtuvo 223 mil 926 votos, y mil 870 fueron emitidos “en contra”. Es decir, la fórmula oficialista “ganò” con el 99 cierto de los votos. Las elecciones fueron consideradas “amañadas” por los aliancistas, que sostuvieron que no votó mas del 25 por ciento de la población electoral.
Trujillo y Estrella Ureña se juramentaron el 16 de agosto de ese año de 1930, y pronto el estilo pedestre, autoritario y excluyente del primero colisionó con el del segundo: virtualmente despojado de toda autoridad, en agosto de 1931 éste solicita permiso para viajar al exterior y en los hechos resigna la vicepresidencia de la república desde Cuba (el Congreso, por su parte, lo destituiría en diciembre del mismo año), lugar donde se establece y trabaja para organizar una expedición revolucionaria desde el puerto de Mariel que no llega a tomar cuerpo debido a que las autoridades de la isla que le habían prometido ayuda se ven imposibilitadas de hacerlo por influencia de Fulgencio Batista, desde entonces aliado de Trujillo y beneficiario de sus sobornos.
Estrella Ureña, gran orador que gozaba de considerable ascendencia en el Cibao (y entre los jóvenes y la intelectualidad), no era exactamente un dirigente democrático (de fuerte carácter, tenía fama de vehemente y levantisco), pero tampoco un político de talante delincuencial o criminal, y habiendo sido el principal ideólogo y promotor del “Movimiento Cívico” en virtud de sus propias aspiraciones de mando y en alianza estratégica con Trujillo (creía que los Estados Unidos objetarían una eventual candidatura de éste y que a la postre él sería el candidato presidencial), fue la primera gran víctima de la megalomanía y el espíritu cerril del caporal de San Cristóbal.
De 1930 a 1940 Trujillo se dedicaría, a través de sus esbirros, a una fría labor de liquidación de sus opositores. Entre sus víctimas más relevantes se pueden citar los siguientes: el dirigente horacista y poeta Virgilio Martínez Reyna, junto a su esposa Altagracia Almánzar, en estado de gestación; el general Alberto Larancuent Ramírez, reconocido adversario capitaleño con liderazgo en el Este; el general mocano Cipriano Bencosme y parte de su familia, a quienes inclusive incautó sus grandes propiedades rurales; el opositor Sergio Bencosme en Nueva York, confundido por al verdugo actuante con el doctor Ángel Morales; el general Desiderio Arias, líder político y militar de la Línea Noroeste; y la familia Perozo, treinta y tres de cuyos miembros fueron asesinados por su filiación antitrujillista.
Igualmente, Trujillo clausuró la prensa libre (solo permitiendo la salida de publicaciones afectas a su régimen), disolvió los partidos políticos (formando un partido único, el Dominicano) y persiguió, silenció, compró u obligó a exiliarse a los intelectuales críticos, muchos de los cuales habían hecho campaña pública clamando por la aparición del “hombre” que aplicara “mano dura” para “reencauzar los destinos de la república”, fueron firmantes del documento de apoyo a su candidatura (el que se menciona en uno de los párrafos que preceden) o, cuando menos, exhibieron abiertas simpatías por la fórmula electoral de la Confederación.
La suerte del dominicano común que ingenuamente creyó en las promesas de Trujillo fue aún peor: tres décadas de miseria, opresión, indignidad, abusos y delaciones; la liquidación de la escuela hostosiana, que creaba individuos libres y reflexivos; la conversión de Trujillo y sus corifeos en dueños de las tierras y el aparato productivo en general del país; y un Estado todopoderoso, personalista y policial que no permitía el menor resquicio de opinión no controlada… Sólo una minoría insignificante de chupamedias, empleados y beneficiarios de Trujillo lo amaba y lo respetaba. El resto del país simplemente le temía… Y por ello, cuando su régimen cayó definitivamente, la gente salió a las calles no sólo a celebrar sino también a destruir todo lo que le recordaba al tirano y su oprobiosa “era”.
La moraleja es simple: una cosa es llamar al diablo y otra verlo llegar… Y es una pena, una verdadera pena que, debido a las precariedades educativas y culturales que nos acogotan como sociedad, haya tanta gente que ignore esa importante lección de nuestra Historia y esté invocando o defendiendo al tirano con argumentos definitivamente pedestres y rastreros.
(*) El autor es abogado y profesor universitario
lrdecampsr@hotmail.com
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