No sé a ciencia cierta las razones por las que al dictador dominicano, Rafael Leónidas Trujillo Molina, le apodaban El Chivo. He leído que le viene de su desenfrenada lujuria, pues el hombre andaba permanentemente a la caza de mujeres, sobre todo jóvenes, sin importar que estas fueran solteras o casadas, e incluso parejas de amigos y colaboradores. Esta información me llevó a indagar sobre el comportamiento sexual caprino, animal “que se domesticó alrededor del VIII milenio”, antes de nuestra era, para sacar provecho de su leche y carne.
Descubrí que la hembra alcanza su madurez sexual a los 8 meses y que el macho comienza su actividad reproductiva mucho antes; entonces colegí que en medio de esta realidad, y tomando en cuenta que el período de gestación es de apenas 5 meses, los cabritos, igual que el sátrapa dedicaba de su agitado tiempo a forzados y múltiples encuentros sexuales para satisfacer sus instintos primitivos, se dedicaban, con presteza sofocante, a multiplicarse en las copulaciones sucesivas que permitían los cortos embarazos.
Ahora bien, como lo que quiero abordar no tiene relación con las actividades sexuales de Chapita, otro de los sobrenombres con los que se conocía al dictador, sino con la coincidencia del despectivo apodo de El Chivo y la trágica y poco convencional muerte de La Chiva Azul, como consecuencia de una medida “civilizadora” del Benefactor de la Patria y Padre de la Patria Nueva, en cuyo instinto capitalista, La Era, Su Era, encontró inspiración para sentar las bases de ese modo de producción, atrapado en una arritmia de fondos históricos y de alcance continental. La cuestión es que La Chiva Azul, madre de rebaño y que sobresalía por su pelaje blanco con visos azulosos, fue asesinada por un perro entrenado para matar cabritos. Pero ella no fue la única víctima mortal como tampoco el can resultaba ser un solitario depredador. No. Él pertenecía a una jauría de cazadores importados por Trujillo para “limpiar” a la ciudad de Santiago de los animales que deambulaban por las calles “afeando” los centros públicos, como parques y mercados, inundados ya de campesinos “inciviles” que, descalzos, mostraban un espacio citadino con aspecto de villorrio medieval.
Lo que cuento me lo “reveló” mi progenitor Juan durante una conversación que giró en torno a su infancia y sus primeros años en Santiago de los Caballeros, antes de irse a vivir con mi abuela y tíos a un campito de Puerto Plata llamado Yaroa, lugar de recuerdos que me acerca a trinos, granos de café, hedor a pocilga, y el olor de olores a distintos árboles, a la estepa verde que jugaba en amoríos con el ruidoso estallido de las aguas del río Sonador, la brisa y el sonido de las hojas caídas.
frijoles, huevos, pollo; en fin. Y además de fuente para la alimentación, era un miembro de la familia para los chicos. Sus balidos y los gritos infantiles semejaban conversatorios; volteretas, saltos y montadas abusivas eran parte del juego cotidiano. Pero una mordida canina y “trujillista” la mató.
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