Fuente : elgritocontenido.blogspot.com
En el año 6 de la Era de Trujillo se corrige el nombre de la capital de la República Dominicana. Santo Domingo, así bautizada por sus fundadores, pasa a llamarse Ciudad Trujillo. También el puerto se llama ahora Trujillo y Trujillo se llaman muchos pueblos y plazas y mercados y avenidas. Desde Ciudad Trujillo, el generalísimo Rafael Leónidas Trujillo hace llegar al generalísimo Francisco Franco su más fervorosa adhesión. Trujillo, incansable azote de rojos y de herejes, ha nacido, como Anastasio Somoza, de la ocupación militar norteamericana. Su natural modestia no le impide aceptar que su nombre figure en las placas de todos los automóviles y su efigie en todos los sellos de correo. No se ha opuesto a que se otorgue a su hijo Ramfis, de tres años de edad, el grado de coronel, por tratarse de un acto de estricta justicia. Su sentido de la responsabilidad lo obliga a designar personalmente ministros y porteros, obispos y reinas de belleza. Para estimular el espíritu de empresa, Trujillo otorga a Trujillo el monopolio de la sal, el tabaco, el aceite, el cemento, la harina y los fósforos. En defensa de la salud pública, Trujillo clausura los comercios que no venden carne de los mataderos de Trujillo o leche de sus tambos; y por razones de seguridad pública hace obligatorias las pólizas que Trujillo vende. Apretando con mano firme el timón del progreso, Trujillo exonera de impuestos a las empresas de Trujillo y proporciona riego y caminos a sus tierras y clientes a sus fábricas. Por orden de Trujillo, dueño de la fábrica de zapatos, marcha preso quien osa pisar descalzo las calles de cualquier pueblo o ciudad. Tiene voz de pito el todopoderoso, pero él no discute nunca. En la cena alza la copa y brinda con el gobernador o diputado que después del café irá a parar al cementerio. Cuando una tierra le interesa, no la compra: la ocupa. Cuando una mujer le gusta, no la seduce: la señala.
En el año 31 de la Era de Trujillo [...] con mano desdeñosa tacha algunos nombres, hombres y mujeres que no amanecerán, mientras los torturadores arrancan nuevos nombres a los presos que aúllan en la fortaleza de Ozama. Las listas inspiran a Trujillo tristes reflexiones. A la cabeza de los conspiradores figuran el embajador de los Estados Unidos y el arzobispo primado de las Indias, que hasta ayer nomás compartían su gobierno. El Imperio y la Iglesia reniegan ahora del hijo tan fiel, que se ha vuelto impresentable a los ojos del mundo, y escupen su mano pródiga. Mucho duele tamaña ingratitud al autor del desarrollo capitalista de la República Dominicana. Y sin embargo, entre todas las condecoraciones que le cuelgan del pecho y la barriga y las paredes, Trujillo sigue prefiriendo la Gran Cruz de la Orden de San Gregorio Magno, que le otorgó el Vaticano, y la medallita que hace muchos años recompensó sus servicios a la Infantería de Marina de los Estados Unidos. Hasta la muerte será Centinela de Occidente, a pesar de todos los pesares, el hombre que ha sido oficialmente llamado Benefactor de la Patria, Salvador de la Patria, Padre de la Patria, Restaurador de la Independencia Financiera, Campeón de la Paz Mundial, Protector de la Cultura, Primer Anticomunista de las Américas, Líder Egregio, Ilustrísimo y Generalísimo.
El difuntísimo deja en herencia todo un país, además de nueve mil seiscientas corbatas, dos mil trajes, trescientos cincuenta uniformes y seiscientos pares de zapatos en sus armarios de Santo Domingo y quinientos treinta millones de dólares en sus cuentas privadas de Suiza. Rafael Leónidas Trujillo ha caído en emboscada, acribillado en su automóvil. Su hijo Ramfis, vuela desde París para hacerse cargo del legado, el entierro y la venganza.
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