Juan José Monsant Aristimuño/Exembajador venezolano en El Salvador
Había hecho el propósito de no comentar los pronunciamientos esperados sobre la muerte de Fidel Castro, el más antiguo dictador y violador de los Derechos Humanos del continente (58 años de poder absoluto, ni Kim Il- Sung, pues). Pero luego de haber visto y oído algunos de ellos, me vi forzado a cambiar de opinión porque no es posible asimilar tales despropósitos, y callar.
No recuerdo exactamente la fecha, pero ya Venezuela había salido de la dictadura de Pérez Jiménez, cuando en la calle principal del reparto donde vivía, gente joven zarandeando un potecito en la mano a modo de alcancía, pedía “un bolívar para Fidel”. Se trataba de recolectar dinero para enviarlo a los barbudos, los luchadores contra el dictador Batista que bajaban de la montaña; por supuesto yo di el mío, y mi madre, a regañadientes me dio otro, porque decía que eso de quemar cosechas era de comunistas, y no se equivocó, para mi vergüenza.
Allí mismo se convirtieron en los contemporáneos Prometeo que entregaban el fuego de la libertad a los mortales de América. Y también nació el mito, aunque los primeros actos indicaban que llegaban para quedarse. Nada del fuego para el hombre, el fuego quedó para los dioses.
A la instauración del totalitarismo marxista en Cuba, le ayudó la época por la que transitaba nuestra América: dictadorzuelos militares por todas partes, atraso, mucha ignorancia y poca democracia; así que el axioma fue: los dictadores existen porque los favorecen los EE.UU., luego entonces, para salir de los dictadores y las estructuras inicuas, Fidel se convirtió en la única referencia, así se sospechara de su propuesta ideológica.
Pero llegó la democracia, nos integramos al mundo occidental más allá de la religión, la televisión, la moda, y Fidel seguía allí. Único, incansable orador, excelente anfitrión. ¿elecciones, para qué?, él era la elección; ¿partidos para qué?, él era el partido; ¿religión para qué?, él era la religión. Y así, año tras año, embelesando, corrompiendo, desestabilizando, invadiendo, hambreando, unidimensionando al hombre, masificando a su pueblo. Todo muy bien cuidadito por el G2 y los tres ejércitos nacionales.
Al grano, cuando se anunció su muerte, los titulares se llenaron de grandilocuencia compitiendo con el lenguaje de la María, de Jorge Isaacs. De repente, se convirtió en un respetable dictador, sin cárceles, exiliados, confiscados, hambreados, huidos, torturados, fusilados. Prácticamente todos los presidentes demócratas del continente le alabaron y compararon con Poseidón, Urano, Júpiter, Bolívar, Martí, Washington y hasta con el mismo Jesús, el Mesías. La verdad, fue todo lo contrario.
Veamos, la señora Cristina Kirchner lo colocó a la misma altura de Nelson Mandela; solo que pasó por alto que Mandela estuvo 27 años en prisión. Al salir, no fusiló, exilió, confiscó, torturó, ni encarceló a sudafricano alguno; instauró la democracia, el sufragio universal, y entregó el mando al cumplir su mandato presidencial. Peña Nieto se desvivió en halagos al hombre que nunca le hubiera dejado ascender a la Presidencia ni a coach de bateo. Maradona aseguró que era el hombre más grande del universo (pasó por alto, entre otros, a José de San Martín); los miembros de ALBA rompieron a llorar, todos se autoproclamaron hijos de Fidel, ¡Vaya padrote continental!, seguramente no había leído sobre la “paternidad responsable”, de allí tantos hijos disfuncionales.
Lo cierto es que fue un fenómeno mediático. Se explica la euforia inicial por la revolución en aquella, aún bucólica América latina, la admiración inicial de poetas, escritores, actores, sacerdotes y hombres de buena fe, en busca de un mundo justo; la falaz y terrible identificación entre capitalismo y democracia que nos colocaba frente al maniqueísmo de la nada. Pero pasados los años, no tiene sentido ocultar que Fidel y su régimen se convirtieron, literalmente, en violadores masivos de los derechos humanos. Fue una torpeza y complicidad occidental inexplicable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario