Sergio Ramirez
El pasado mes de noviembre la Biblioteca Benson de la Universidad de Austin, en Texas, incorporó a su vasto y singular patrimonio el archivo personal del poeta nicaragüense Ernesto Cardenal, allí donde también se halla ahora el archivo de Gabriel García Márquez. Lo acompañé en la ceremonia de apertura, y previo a la magnífica lectura que hizo de sus poemas, me tocó decir unas palabras sobre su vida y su obra.
Ernesto ha sido mi vecino durante casi cuarenta años, desde el triunfo de la revolución, cuando nos mudamos al mismo barrio y a la misma calle, en Managua. Nos visitamos con frecuencia para intercambiar noticias y libros, y compartimos la pesadumbre sobre la suerte de Nicaragua. Somos dos vecinos que viven escribiendo. Solo que él escribe poesía, y yo escribo ficciones.
Lo conocí en los años sesenta, cuando acababa de ser ordenado sacerdote. Yo era entonces un joven aprendiz en busca de un modelo, y él era el tipo de escritor que yo quería encontrar: su obra literaria no evadía la realidad de nuestro país, gobernado por una dictadura dinástica y feroz. La suya fue un nuevo tipo de poesía, abierta, lejos del modelo tradicional heredado del modernismo; una poesía que estaba muy cerca de la prosa, con una asombrosa habilidad para narrar, un contador de historias utilizando versos.
Por supuesto me impresionaron sus Epigramas, que todos los amantes de mi generación se sabían de memoria. Pero lo que ejerció una influencia muy profunda en mí fue su poema Hora cero, publicado en México a inicios de los años cincuenta, porque tenía calidad y tensión narrativa; y sus estancias, escritas en un lenguaje desnudo y directo, y a la vez nostálgico y evocador, eran como los capítulos de una novela que ocurría en las distintas capitales de Centroamérica, con los palacios de los dictadores iluminados a medianoche, “como el palacio de Caifás”.
Eran las dictaduras obscenas de Carías, Ubico, Hernández Martínez y Somoza, generales de opereta, instaladas por la United Fruit Company en las “repúblicas bananeras” centroamericanas, y apoyadas por los hermanos Dulles.
Hora Cero también es una elegía que se centra en la rebelión de 1954 en Nicaragua, cuando un puñado de oficiales retirados de la Guardia Nacional y algunos civiles, intentaron asaltar el palacio presidencial. Muchos de ellos fueron asesinados después de ser torturados, entre ellos Adolfo Báez Bone, quien escupió en la cara a Tachito, el hijo más joven del Somoza viejo, y el último de la dinastía, mientras era torturado por él.
Báez Bone participó en esa conspiración, junto con Pedro Joaquín Chamorro, el periodista asesinado por órdenes de aquel mismo Tachito, y también participó Ernesto, quien pasó varios días escondido porque lo buscaban para encarcelarlo.
No estaba destinado a convertirse en un líder político ni en un jefe guerrillero. Era un poeta. Pero desde el principio, cuando escribió Hora cero, su poesía ayudó a crear una atmósfera propicia a la acción política. Y en algún momento, cuando la lucha armada era la única alternativa que le quedaba al pueblo nicaragüense para derrocar a Somoza, sus poemas inspiraron a los jóvenes protagonistas de la revolución.
En este sentido, Canto Nacional y Apocalipsis en Managua, son dos poemas fundamentales en su obra. Son parte de su doble conversión. Su conversión a un nuevo tipo de cristianismo comprometido con los pobres y los oprimidos, como lo enunciaba el Congreso Eucarístico de Medellín de 1968, bajo las directrices del Concilio Vaticano II; y su conversión a la revolución. Ambas conversiones llegaron a ser parte esencial de su vida y de su poesía.
Ernesto se encontró para siempre con Sandino cuando escribió Hora cero. El eje de ese poema es Sandino, el artesano humilde que se rebeló contra la ocupación de su país, combatió contra esa ocupación al mando de un pequeño ejército de campesinos, y finalmente fue asesinado por el primer Somoza.
La revolución no se explica sin la poesía de Ernesto; tampoco se puede explicar sin las canciones de Carlos Mejía Godoy. Hoy aquellos ideales han sido deformados y falsificados por un poder familiar que utiliza la retórica de la revolución, pero contradice los sueños que inspiraron a miles de nicaragüenses. Esos poemas y esas canciones son la memoria de la revolución y no se pueden borrar.
No es posible contar la historia de la revolución sin la presencia de Ernesto en los campos de batalla celebrando misas de campaña, o en foros internacionales pidiendo apoyo para los jóvenes combatientes que trataban de derrocar a la dictadura, entre ellos sus hijos espirituales, los que lo acompañaron en la construcción de la comunidad campesina de Solentiname en el archipiélago del gran lago de Nicaragua. Algunos de ellos fueron muertos en combate, otros fueron asesinados en las cámaras de tortura.
Después del triunfo de la revolución asumió un papel clave como ministro de cultura, un puesto que no quería porque rechazaba la idea de ser un burócrata. Y allí hizo un extraordinario trabajo, creando instituciones culturales en un país donde nunca había existido ninguna, y donde los gobiernos nunca tomaron en serio la cultura. Se crearon escuelas y grupos de música, teatro y danza. Se desarrollaron programas para promover y crear talleres literarios, junto con revistas y una editorial. Se rescató la artesanía popular así como las tradiciones culturales.
Fue una revolución dentro de la revolución, bajo la proclama de que el arte y la literatura no estaban sujetos a ningún régimen político. La libertad era la regla. Nunca hubo ningún tipo de “realismo sandinista”.
La poesía de Ernesto es el resultado de un don y un oficio extraordinarios. Él es nuestro poeta del siglo veinte en Nicaragua, y es uno de los poetas trascendentales de nuestra lengua. Pero su trabajo no existiría sin esa motivación superior que es el amor.
Su vida ha sido una vida de amor, y así ha sido su poesía.
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