Todos los años, al llegar el mes de mayo, aparece en los
periódicos la máscara mortuoria modelada sobre el cadáver de Trujillo.
En muchas sociedades antiguas hubo la creencia de que tocar la máscara
de una persona fallecida “transmitía” las cualidades o poderes que tuvo
mientras vivía. La máscara mortuoria de Napoleón fue subastada hace
siete años. La compró “un particular cuya identidad se desconoce”. Se
dice que esta máscara es “la verdadera”, pues se nota en ella una
diminuta cicatriz que “identificaba” la cara de Bonaparte. Escuché hace
años, de boca de un anciano: “mirando la máscara funeraria de Trujillo
se comprende que era militar; se ve firme, en atención”.
El cadáver de Trujillo ha viajado en su lujoso féretro: desde Santo Domingo a San Cristóbal; de ahí fue trasladado a París y luego a Madrid. Ha sido “un muerto trajinante”, según dicen los “espiritistas” dominicanos. Con cada solsticio de verano se calientan los huesos del tirano y se aviva la combustión de las polémicas sobre su figura política. No hemos hecho la “digestión histórica” de Trujillo. Una y otra vez, recomenzamos el esfuerzo por asimilarlo parcialmente, como si fuésemos una sociedad de rumiantes.
La máscara de Trujillo sigue actuando sobre los dominicanos. Les invita a repetir el pasado, a resolver a golpes y patadas lo que debería arreglarse con inteligencia y disciplina. El autoritarismo es una planta endémica del Caribe antillano. En Cuba se ha cumplido la antiquísima ley del eterno retorno: Machado, Batista, Castro. De una manera o de otra, se regresa al despotismo en la Antilla Mayor. Algún exiliado anticastrista, residente en Miami, podría decir: “Chico, Fidel es un hombre con pelotas; lleva cincuenta años burlándose de los americanos”.
La admiración por “el poder total” disminuye con suma lentitud; incluso en aquellos que racionalmente rechazan los gobiernos autocráticos, los procedimientos despóticos. El general José Miguel Soto opina que es imprescindible “arrojar de nuevo la bestia antigua del autoritarismo y del continuismo a los abismos”. Afirma que “la historia no se puede corregir”, puesto que se compone de hechos cumplidos. Propone “matar el fantasma de todas las formas de dictadura”. Pero “amortajar” a Trujillo exigirá un trabajo de intelección, geopolítico y sociológico.
El cadáver de Trujillo ha viajado en su lujoso féretro: desde Santo Domingo a San Cristóbal; de ahí fue trasladado a París y luego a Madrid. Ha sido “un muerto trajinante”, según dicen los “espiritistas” dominicanos. Con cada solsticio de verano se calientan los huesos del tirano y se aviva la combustión de las polémicas sobre su figura política. No hemos hecho la “digestión histórica” de Trujillo. Una y otra vez, recomenzamos el esfuerzo por asimilarlo parcialmente, como si fuésemos una sociedad de rumiantes.
La máscara de Trujillo sigue actuando sobre los dominicanos. Les invita a repetir el pasado, a resolver a golpes y patadas lo que debería arreglarse con inteligencia y disciplina. El autoritarismo es una planta endémica del Caribe antillano. En Cuba se ha cumplido la antiquísima ley del eterno retorno: Machado, Batista, Castro. De una manera o de otra, se regresa al despotismo en la Antilla Mayor. Algún exiliado anticastrista, residente en Miami, podría decir: “Chico, Fidel es un hombre con pelotas; lleva cincuenta años burlándose de los americanos”.
La admiración por “el poder total” disminuye con suma lentitud; incluso en aquellos que racionalmente rechazan los gobiernos autocráticos, los procedimientos despóticos. El general José Miguel Soto opina que es imprescindible “arrojar de nuevo la bestia antigua del autoritarismo y del continuismo a los abismos”. Afirma que “la historia no se puede corregir”, puesto que se compone de hechos cumplidos. Propone “matar el fantasma de todas las formas de dictadura”. Pero “amortajar” a Trujillo exigirá un trabajo de intelección, geopolítico y sociológico.
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