Primera historia
Llega una pareja de parisinos a República Dominicana vía el Aeropuerto de Las Américas. Camino a su destino pasan por la plaza de la bandera. Allí advierten una edificación parecida a la Torre Eiffel de su urbe parisina. Secándose el sudor, pues en el Caribe siempre sienten calor los cuerpos rubicundos europeos, la pareja, pide al conductor que los transporta que por favor se acerque a la edificación. Parados frente a la estructura, entran en risas los franceses. “Una Torre Eiffel bajo el sol caribeño”, exclaman pícaros. El taxista, un mulato de Haina que no entiende francés pero que nota la burla, ni dice na’ pues lo que le importa son los chelitos que se ganará con el viaje.
Segunda historia
Llega una pareja de un dominicano y una francesa a la Torre Eiffel en París. El dominicano le cuenta a la francesa, en un francés aprendido en Bávaro a fuerza de tigueraje, que, en Santo Domingo, capital de su país, también hay una Torre Eiffel. La mujer se ríe, pero no dice nada. El dominicano avanza en detalles explicándole que la Eiffel quisqueyana está emplazada justo frente al monumento de la bandera dominicana. “Si alguien trata de hacer algo así aquí -colocar un monumento dominicano frente a la Torre Eiffel- seguramente le dispararían los agentes de seguridad”, ironiza, con picardía, la francesa. El tiguerazo dominicano, medio quillao, ni dice na´ para no calentarse con su rubia.
¿Cómo explicamos este bochorno? Veamos.
La Torre Eiffel de Santo Domingo constituye otro ejemplo más de la colonialidad reinante en República Dominicana. Un pueblo, el dominicano, que, en el contexto de su alienación e ignorancia, intenta ser lo que no es reproduciéndose en el ideal de humanidad blanco/occidental. Esto es, el dominicano promedio, teniendo como referente de lo humano lo blanco europeo/norteamericano, se considera a sí mismo incompleto, en tanto carece de lo que dicta ese ideal, y, entonces, en su lucha por ser, o lo que es lo mismo, por alcanzar lo blanco/europeo/norteamericano, se aliena convirtiéndose en una imitación ridícula de ese ideal. Es, así las cosas, un colonizado mental que necesita sentirse, al menos, parecido a lo europeo/norteamericano para, de esa forma, asumirse “humano”. En suma, para sentir que existe.
En tanto mentalmente colonizado, se produce una separación entre su cuerpo (afrodescendiente, caliente y protuberante) y su mente (colonizada por la racionalidad moderna la cual establece lo blanco como único ideal de lo humano). De este modo, vive físicamente en el Caribe, pero su mente (su proyección al futuro y estar-en-el-mundo) se sitúa fuera de su realidad inmediata, la cual, entiende, es precisamente la “causa” de su “atraso”. Todos los días ve en la calle sujetos que no son (ya que no se parecen ni viven como los que sí son: blancos europeos o norteamericanos), es decir, cada día se refleja en el espejo de sus ausencias (sus congéneres que desprecia). Su realidad es la de las ausencias: de los que “no tienen” ni son. Para “superar” esa realidad se abstrae de la misma siendo un extranjero en su propio cuerpo y territorialidad.
Ese colonizado mental está todo el tiempo mirando lo que tienen y hacen los que sí son. Así, llega a la conclusión de que debe hacer y construir lo que tienen aquellos. De ahí las avenidas dominicanas con nombres de personajes europeos (la mayoría de los cuales hombres que durante su vida apenas supieron que existía República Dominicana) y las torres y centros comerciales hechos a imagen y semejanza (con vergonzosa exactitud) de los que hay en Europa o Estados Unidos. En el marco de ese proceso, se pierde todo sentido y proporción del ridículo puesto que, para el colonizado mental, la imitación de lo que tiene el otro que es adviene algo normal-cotidiano y “racional”.
Por tanto, el colonizado mental es, entre otras cosas, un ser ridículo, sin autenticidad, con la creatividad castrada, que no construye nada nuevo, sino que imita y reproduce lo que hay, es decir, lo que el relato que coloniza su mente dice es lo humano e inteligente. Va a Europa o Estados Unidos un colonizado mental dominicano (que puede ser de los sujetos que son dentro de la colonialidad interna del país, es decir, un dominicano blanco y rico; o un sujeto que no es: un dominicano pobre no blanco) y frente a toda la “grandeza” que allí tiene ante sí concluye que, siendo su país “atrasado”, una “selva” al decir del ex jefe de la JCE Roberto Rosario, lo que hay que hacer es, de alguna manera, exportar a su territorio eso “grande” y “bien hecho”. En ese orden de cosas, nunca se detiene a crear, no produce nada nuevo. Nunca es un verdadero emprendedor ni un innovador. Es, en el mejor de los casos, un intermediario o imitador eficiente. Las ciudades como Santo Domingo, a causa de ello, en sus zonas ricas o centros económicos, no son más que vulgares imitaciones tercermundistas de urbes norteamericanas o europeas. Ciudades carentes de originalidad y sin una concepción que permita crear lo nuevo armonizado a lo local. Con el agravante de que, entre enormes edificios que pretenden ser europeos o neoyorquinos, discurren barrios miseria donde las mayorías malviven en auténticos infiernos. Imitación vulgar mezclada con desigualdad y deshumanización.
La historia y las estructuras han creado esa estupidez del colonizado mental. Por tanto, no es su culpa, no se debe individualizar su condición. Es producto de lo que han hecho de él. De modo que, si queremos superar el ridículo, el esperpento caribeño de los mulatos que hacen Torres Eiffel frente al monumento de su bandera, la realidad de un pueblo adormecido y de baja autoestima que delega su futuro en unas clases dominantes y dirigentes que lo oprimen y saquean, cambiemos pues esas estructuras y el sentido común -mentalidad- que de ellas se deriva. Demos el primer paso negando y desnaturalizando lo que hay, esto es, asumiéndolo como algo creado que, en tanto creado, se puede y debe cambiar. De este modo, el colonizado mental y hazmerreír de hoy será mañana un sujeto autónomo por cuanto libre en su pensar, ser y hacer. Un dominicano capaz de escribir otra historia. Una historia en la cual pueda crear lo nuevo y auténtico, y que al mismo tiempo refleje y celebre su rica especificidad local y que se vincule, en igualdad de condiciones, al mundo y lo otro su diferente.
Así, cuando vengan las parejas francesas a República Dominicana o el dominicano camine con su francesa por París, al menos, en ambos casos, tengamos algo realmente digno y/o nuevo que mostrar. Algo que, si despierta risa, sea porque sorprenda para bien.
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