Por Segundo Imbert Brugal
El poder suele ignorar las palabras y el disgusto ciudadano. Esto, mientras se sienta seguro y mantenga, sin importarle cómo, a la sociedad tranquila. Ni intelectuales ni periodistas hacen mella en gobiernos ensimismados en su poderío. Mucho menos vociferantes, parlanchines, criticones ni chismosos. Lo toman con cinismo, sin preocuparse; se puede mentar la madre a un cardenal o a un presidente. Duermen tranquilos.
No obstante, los gobernantes más sagaces saben que la palabra subyace en la acción, no la ignoran. Recurren a la censura y, en democracias cochambrosas, hacen esfuerzos por comprarla. Recuerdo tertulias de pasillo en la Universidad Central de Madrid, y en bares cercanos de la calle Arguelles, donde era frecuente escuchar expresiones críticas contra del régimen franquista. Al día siguiente, todos volvían a estar allí sanos y salvos.
Sorprendido por aquella tolerancia, pregunté a un profesor de mi confianza acerca de lo que presenciaba. Me explicó que al caudillo no le importaba “que le dieran a la lengua”; eso sí, aclaró, era implacable con cualquier sospecha de acción, y mantenía una estricta censura. Le tenía sin cuidado el parloteo.
He presenciado en estos meses lo que podría ser un desentumecimiento colectivo. Luce como si se intentara “tener vela en el entierro”. Quieren pasar del dicho al hecho, ser tomados en cuenta, particularmente a la hora de estructurar nuestras instituciones y reforzar la democracia.
Organizaciones civiles, gremios, y diversas asociaciones, exigen opinar acerca de cómo deben ser sus representantes. No llevan colores políticos, tampoco se reducen a Participación Ciudadana, FINJUS, o el CONEP (a los que siempre descalifican desde arriba). Esta vez van acompañados de agrupaciones variopintas.
Luego leí: “Una coalición de organizaciones profesionales y de trabajadores campesinos condenó hoy la agresión de que fue objeto el presidente del Consejo Nacional de Fronteras, Donni Santana, por parte del canciller Miguel Vargas Maldonado.” No conozco la razón de esa sinrazón, pero es otra movilización esperanzadora. Comienza la gente a convertirse en “mosca cojonera” para el gobierno.
En el tradicional, nutritivo y sabroso sancocho de tres carnes sólo cocinan gobierno, iglesia y partidos. Ahora también quieren mover el caldo comerciantes, profesionales, grupos empresariales y sindicatos. El propósito es claro: quieren dignificar instancias harto desacreditadas. Es un intento de dar credibilidad a las instituciones del Estado alejándolas del control oficial.
Noam Chomsky, referente obligatorio para entender el capitalismo actual, al que llama “falso capitalismo”, considera indispensable la acción ciudadana, enmarcada dentro del sistema democrático como única manera de lograr cambios en benéfico de las mayorías. Subraya que, sin la intervención de las clases afectadas, seguiría el secuestro de la democracia por un grupo de multimillonarios y sus socios políticos llevándola a su autodestrucción.
Afirma el legendario humanista, profesor emérito de MIT, que sólo a través de protestas públicas, acciones sindicales y manifestaciones masivas, se puede rectificar la peligrosa inequidad y el desprecio actual que siente el público por sus dirigentes. De lo contrario, caeremos en extremismo y populismo trágicos harto inservibles. Es que llega un momento en que la palabra debe convertirse en acción, terminando con la indiferencia.
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