Alguien se me acercó el otro día para preguntarme, con mucha malicia, cuál era el afán del Gobierno de aprobar leyes que sabe que no va a cumplir y me planteó el tema de las reformas en una cultura paternalista.
El tema del tamaño del Estado y su participación en la vida de todos ha sido discutido ampliamente. En el caso dominicano, tenemos un Estado fuerte para algunas cosas y sumamente débil para otras. Un Estado que depende mucho de la persona que lo ejerza pero que últimamente ha tomado un derrotero que será difícil de cambiar sin pagar un alto precio.
A ese Estado que tenemos hoy no le interesa la vigencia de la ley. La ley le es importante para intervenir en ciertas actividades de la vida nacional y como “bobo” para tranquilizar a la gente, pero cuando la ley estorba simplemente la echa a un lado y hace lo que le da la gana.
Esa actitud del Estado es copiada en la sociedad y se reproduce en la actitud del ciudadano común que pide que la apliquen cuando le conviene y trata de obviarla cuando le perjudica. Los ejemplos sobran.
Por eso escribí hace tiempo que las reformas en una sociedad paternalista (o populista) no tienen sentido si no se opera un cambio en la cultura política dominante, pues “las reformas propuestas, de cualquier característica que sean, deben encontrar su sentido en una sociedad que las vive y las siente y solo se vive y se siente aquello que tiene significado para la gente. Este significado se logra en los beneficios que brinde a los ciudadanos la operación diaria de un sistema que se preocupa y responde a las expectativas de los mismos”.
Actualmente se “gana” más en el desorden. ¿Hasta cuándo?
atejada@diariolibre.com
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