Quito, Ecuador
Enorme apotegma de un soldado y ciudadano ejemplar. Viene al caso recordarlo en estos días frente a la disyuntiva de los límites entre la autoridad política y los que corresponden al fuero militar
Demasiado tiempo se ha dejado pasar el exabrupto de que el “Jefe de Estado” es jefe de todas las funciones, de todas las instituciones, de todos los ciudadanos. Eso es una mentira histórica, un sofisma, una verdad aparente. La Constitución, que tienen en su mochila los soldados, en el Art. 141 consigna: “el Presidente o Presidenta de la República ejerce la Función Ejecutiva, es el Jefe del Estado y de Gobierno y responsable de la administración pública.”. La figura del Jefe de Estado no es una función, es una representación de la autoridad, infunde respeto, tiene precedencia en las sesiones solemnes, los desfiles. Si va al parlamento, no puede presidir la sesión u ordenar las votaciones; si va a las cortes no pude dictar sentencias; si lo hace será por interpuestas personas, contrariando la ética y la dignidad pública. La figura del Jefe de Estado funciona más hacia afuera; es la representación frente a otros jefes de estado, sean democráticos o dictadores.
En Ecuador la autoridad política pretende reivindicar para sí autoridad castrense, por supuesta falta disciplinaria de un militar, mediante correo electrónico. Un consejo de disciplina militar resuelve que no hay lugar el reclamo, reivindicando para la ley los límites de la autoridad política. Es una vieja disputa. Entre los griegos la desobediencia de Alcibíades el ateniense, cuando decidió no ir a la guerra contra Sicilia y luego le llamaron para que la dirija, no fue tan sencillo, hace casi 2500 años.
Ahora, entre nosotros, los malabaristas de la ley también han sacado relucir la expresión “Comandante en Jefe” como tapadera del autoritarismo.
Años ha, un jefe castrense declaró que en Venezuela sus fuerzas armadas, estaban “casadas” con el régimen político; entonces se entiende lo que allí sucede. En Ecuador las Fuerzas Armadas no tienen marido. Hay que asumir que en el proceso dialéctico de la historia, los límites de la legitimidad son un problema político, dependen de la naturaleza del régimen y de los valores que en su tiempo prevalecen en una sociedad. En esta época, concedemos asilo a los disidentes, acogemos a los refugiados, reconocemos el derecho a la objeción de conciencia y hemos consignado que la desobediencia civil es un derecho.
Está escrito en el Derecho Internacional obligatorio; actuar en sentido contrario es una flagrante contradicción. Si el fin del Estado es la felicidad del conglomerado social hemos de allanarnos al enunciado perenne de Eurípides: “La felicidad es fruto de la libertad y la libertad es fruto del coraje”, es decir un desafío permanente; aunque lo soslaye la propaganda cruda del autoritarismo burocrático. Por otra parte, como estamos viendo, la economía hace su propio trabajo en la definición de la sociedad. Por lo pronto queda claro que en Ecuador, los soldados están leyendo la Constitución mejor que los jueces. De los legisladores mejor es no hablar, hace mucho quedó demostrado que la mayoría, no saben leer.
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