Era el 13 de MAYO DE 1960. Argentina celebraba con grandes fastos el sesquicentenario de su independencia, con la presencia de delegaciones de numerosos países. Como siempre, en mayo, el ambiente en Buenos Aires es frío y lluvioso. Ricardo Klement baja del autobús que lo trae de su trabajo en la fábrica rioplatense de Mercedes Benz. Lleva consigo una botella de champán para celebrar con su mujer el decimoquinto aniversario de una efeméride personal. Apenas le separan quinientos metros de su casa. Camina sobre el borde de la calle, cuando, de pronto, un automóvil frena de repente a su lado. Ricardo mira hacia el auto sin inmutarse. Presume que con tantos extranjeros circulando por todo Buenos Aires, van a preguntarle por alguna dirección. No tiene tiempo siquiera de pensar que ha errado en su apreciación. Desde el auto, alcanza a ver las metralletas que apuntan hacia él. No ofrece resistencia cuando le llaman por su verdadero nombre: “Adolf Eichmann, ven con nosotros”.
En cuestión de minutos, el coche llega al aeropuerto donde un avión, que ha trasladado a la delegación israelí a los festejos, espera con los motores encendidos a su huésped especial que duerme plácidamente al momento de ser introducido en la nave a causa de una inyección narcótica que le han suministrado sus captores. El avión parte de inmediato con dos escalas, Roma y Dakar, antes de llegar al aeropuerto de Haiffa. Mientras la Argentina de Arturo Frondizi sigue con su patriótica celebración, el presidente del joven estado de Israel, David Ben Gurion, recibe con beneplácito un telegrama que reza: “La bestia está encadenada”.
Nunca habrá de conocerse el destino de la botella de champán que Ricardo Klement llevaba a su casa para celebrar con su mujer la fecha en que, quince años atrás, había logrado escaparse del campo en el cual los norteamericanos retenían a los soldados alemanes, identificado entonces con el nombre de Adolfo Barth. Huiría a Austria donde permanecería por cinco años sin ser descubierto, hasta que sintiendo que le pisaban los talones, logró escapar de nuevo hacia Argentina donde ya existía toda una comunidad de ex agentes nazis. Diez años llevaba viviendo allí hasta que el Mossad, el efectivo cuerpo de espionaje de Israel, logró ubicarlo en Buenos Aires.
Adolf Eichmann fue el responsable de haber llevado a los campos de exterminio y a las cámaras de gas a seis millones de judíos, aunque la cifra deba incluir también a prisioneros rusos, gitanos y católicos alemanes. Es un militar burócrata treintañero cuando recibe la orden de persecución contra los judíos establecidos en Alemania y en los países de la Europa del este. Primero, expulsándolos hacia Palestina –llegó a pensarse en la isla de Madagascar, en África, como destino definitivo- y luego exterminándolos. El horror llegó a millares de hogares, abarcando hombres, mujeres y niños. Sin piedad. “Apunten, fuego”. Y las descargas iban construyendo el sacrificio. Cadáveres sobre cadáveres. Hasta que las tropas se sintieron desgastadas por los fusilamientos masivos y hubo que inventar otro medio para exterminar a los judíos. En el verano de 1941 se iniciaron las ejecuciones en las cámaras de gas, las cuales se extenderían hasta el otoño de 1944. Había comenzado la “solución final”. Auschwitz. Belzec. Wolzec. Prelinka. Teresinka. Chelmno. Treblinka: donde los acólitos de Eichmann disfrutaban informándole que aquí ya podían exterminar a 80 mil personas mensualmente. Auschwitz superó pronto su récord de 20 mil judíos eliminados en un día. Mejoraban cada mes el método y la técnica. Luego, llegaba la labor en los hornos crematorios donde “el fuego, rojo como la sangre, lamerá las carnes y calcinará los huesos”, según Jacob Blomberg. El mal olor llegará a las poblaciones alemanas vecinas que sabían entonces que había llegado una nueva expedición judía a los campos.
Günther Anders explicaba que “el summum de aquella época de terror fueron siempre las llamadas ‘selecciones’ que tenían lugar en el andén de Auschwitz-Birkenau, donde se dividía en grupos a los que allí llegaban; a la derecha, los que eran conducidos inmediatamente a las cámaras de gas; y a la izquierda, los que eran enviados a los barracones, bestias de trabajo útiles por un breve lapso”. Pero, Eichmann nunca seleccionó. Para él, toda persona que entraba a los campos era morituri. O sea, cadáveres en potencia. Cenizas en potencia. Abono en potencia. Nada en potencia.
Ciertamente. Stalin ya había ordenado asesinar a millones de personas, cuya realidad solo se conocería mucho tiempo después. Y los norteamericanos construirían el horror de Hiroshima y Nagasaki. Pero, lo de Hitler, como registra Blomberg, fue una “aniquilación industrial de masas humanas... una producción sistemática de cadáveres”. Seis millones.
Cuando en 1962, a sus 54 años, Adolf Eichmann fue condenado en Israel a la horca, extrañamente dijo, en sus últimas palabras: “Volveremos a vernos”. Günther Anders, que desarrolló una antropología filosófica basada en la era de la tecnología, advirtió que estaba comenzando la etapa del “totalitarismo técnico, del que el político sólo es un fenómeno derivado”. Eichmann fue el precursor de un mundo de monstruos: Corea del Norte, Boko Haram, el Daesh, el terrorismo islámico, el desastre nuclear, el hurto de niños para la venta de órganos, los niños utilizados para las crueldades del fanatismo fundamentalista, el autoritarismo que renace en muchos gobiernos del globo, la criminalidad rampante y frenética.“Mañana mismo podría volver a desatarse la tempestad”, anunciaba Anders. “Todavía no hemos acabado, todavía no ha llegado la última noche”, enfatizaba el filósofo polaco. Hitler, con Eichmann, hizo el ensayo general del totalitarismo que hoy parece resurgir de nuevo de diversas formas y por distintos lugares. El totalitarismo técnico, maquinal, que utiliza a millares de personas en la preparación de una posible liquidación de poblaciones, tal vez incluso de la humanidad entera. El holocausto expandido desde la máquina totalitaria de nuestros días.
Al final, el nacionalsocialismo no logró sus objetivos. El aparato productor de cadáveres de Adolf Eichmann no alcanzó su propósito. “La banalidad del mal”, llamó Hannah Arendt al horror de las cámaras de gas y los hornos crematorios. “Yo era uno de los muchos caballos que tiraban del carro y no podía escapar hacia la izquierda o hacia la derecha por la simple voluntad del conductor. Obedecí las leyes de la guerra y fui leal a mi bandera. Nos encontraremos de nuevo”. Eso dijo Eichmann antes de ser llevado a la horca. El hombre-máquina al servicio del totalitarismo, ayer y hoy. Aunque luego termine sumido en la soledad de las tinieblas.
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