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sábado, 10 de septiembre de 2016

Musiquito


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Portada del libro (obra del artista Jorge Severino).
Portada del libro (obra del artista Jorge Severino). (Fuente Externa)
Junto a Frank Moya Pons y a José Rafael Lantigua me tocó presentar, en marzo de 2012, una edición especial de ‘Musiquito: Anales de un déspota y de un bolerista’, el insólito debut novelesco de Enriquillo Sánchez (1947-2004). Esta ‘nouvelle’ de 1993, con una primera tirada de escasos ejemplares, desapareció muy pronto de las librerías citadinas.

Con beneplácito, los tres promotores quisimos traer de nuevo a la vida el admirable lenguaje de Enriquillo, en esta andanza mítica por los andurriales de la lascivia y del poder omnímodo.

Fueron éstas mis palabras en el acto de la edición especial de ‘Musiquito: Anales de un déspota y de un bolerista’.
Novela o anales o crónica —llámele usted como desee— el Musiquito de Enriquillo Sánchez constituye una gesta verbal obsesiva y restallante, desvergonzada y bestial. La trama del libro, nótenlo, es engañosamente simple: únicamente relatar la vida, el ardor y la muerte de un dictador caribeño —Porfirio Funess—, dueño de la inicua lubricidad de Petán Trujillo, de la crueldad sombría del Tirano Banderas y de la fatuidad ampulosa de Rafael Leónidas Trujillo.

El propósito de Enriquillo tampoco parecería nuevo. Algunas de las más agudas cabezas del continente rastrearon aquella cicatriz en las alcobas del ultraje, en los sepulcros hundidos en la psiquis colectiva. Digamos, inclusive, que revelaron ya la sombra del costurón estampado en el pellejo mestizo de nuestros pueblos —a fuego limpio— por ese íncubo antropológico que es el dictador latinoamericano. García Márquez, Herrera Luque, Roa Bastos, Uslar Pietri y Carpentier, entre otros, nos dotaron de un vasto catálogo de tiranos analfabetos y brutales, ilustrados, mordaces, delirantes y recelosos.

En tanto creación literaria, todos los dictadores novelados en América adeudan al Tirano Banderas, escrito por el ilustre gallego Ramón del Valle-Inclán en 1926. Desde la perspectiva histórica, por contraste, el dictador rural representa la única contribución de la América hispana a la biografía política de la humanidad. Rosas, Juan Vicente Gómez, Lilís, Somoza y Trujillo suplantan la organización y el orden jurídico que las élites latinoamericanas imponen al caos primigenio, al desorden fundador de nuestras Repúblicas.

Al sueño democrático de los próceres, Simón Rodríguez, maestro de Bolívar, responde: “¿De qué modo fundar repúblicas, si carecemos de los republicanos?”. ¿Cómo establecer una sociedad de hombres libres —pregunto yo ahora, casi dos siglos después— con individuos moldeados por la Contrarreforma, por el Índice, por la monarquía absoluta... por la Inquisición?

El dictador es la respuesta brutal —aunque auténtica, legítima, orgánica— que Iberoamérica ofrece a la Constitución política de Thomas Jefferson. Para muy poco servían en esta tierra caliente los preceptos de vida cotidiana que elaboraran un puñado de hombres libres en la Filadelfia de 1776. La América ilustrada erró el camino y propició que Ojeda reencarnara en Juan Vicente Gómez y Cortés en Porfirio Díaz y los Colón en los Trujillo. Con excepciones discretas, el dictador latinoamericano no fue más que un analfabeto, con la sevicia de Lope de Aguirre y el uniforme de Napoleón Bonaparte.

Pero Musiquito es mucho más que la saga truculenta de un tirano caribeño. En este largo relato insomne —en esta densa novela breve— Enriquillo Sánchez enumera y describe las extensas correrías de Porfirio Funess, El Fundador, pero a la vez propone la concurrencia de una memoria plural: la búsqueda de una ontología colectiva a través de la escritura. El dictador y las dictaduras desaparecen, mas no el lenguaje ni la semiótica que engendran. Enriquillo, claro está, formula el pastiche desacralizador a modo de trampa festiva, de exorcismo lúdico, de pretexto bufo.

Así, al recorrer estas páginas impecablemente escritas, el narrador evocará los borgeanos recuerdos sin tregua de ‘Funes el memorioso’, en el idioma sin declives de García Márquez. Pero el retozo no es, en modo alguno, tan inocente. La urdimbre de Musiquito deviene aterradora y agobiante. Y ese narrador adventicio, incorporado a la escritura mediante un rito de espejos e intertextualidades, a través de una red de vasos comunicantes que nos enlaza con la esencia de Hispanoamérica; con el desolado recurso a un lenguaje palpitante de ignominias y miserias, de magnificencias y desdichas; ese narrador improbable —repito— no es otro sino García Márquez.

La farsa es rigurosa y perfecta: Gabo es el albino procaz y de origen dudoso, hijo de Funess o de Jacinto Aguasvivas, cronista inapelable y deslenguado, que nos lleva hasta el falso extremo de Musiquito. Es García Márquez, en persona, quien nos narra la pantomima, hasta que Enriquillo se apropia del monólogo final —titulado ‘No todo moriré’— para convencernos de que la vida finaliza en Quintopatio o en la Academia Renacimiento; y que el extravío de niñas navegantes y medusas en el aguacero es el mismo delirio de Funess o del Musiquito; prisioneros los dos en la lenta sustancia de ese sueño interminable en que faltará una “Underwood con ideogramas chinos para pasar en limpio estos papeles de mierda”; y donde los resabios de un bizarro coronel, a quien nadie escribirá jamás, finalizan con la perversión de este duermevela, con la falsedad de un ensueño que, por igual, sólo habrá de resolverse en mierda.

A don Germán Arciniegas le oí decir que el Mar Caribe había sido la gallera del mundo. Aquí se han amalgamado la locura y el juego en un rito diabólico de muerte y vandalismo. El Caribe, más que nada, es un lenguaje sitiado de palmeras, una abigarrada sucesión de vocablos que reemplaza la realidad. Lo dije antes: el dominio de un tirano reside no tanto en su fuerza elemental como en el lenguaje y los símbolos que la sustentan. Se eclipsa el déspota, si bien perduran la iconografía y la cultura que lo circundaran.

El punto de arranque de la novela moderna es el contraste entre la verdad y la quimera. Don Quijote es un comentario realista, se ha dicho, sobre el Amadís de Gaula y otras obras de ficción romancescas. Cervantes cuestiona los ideales caballerescos del mundo feudal y los acuchilla de sentido común, de humor, de realidad cuasi burguesa.

El relato de Musiquito es la andanza de Porfirio Funess a través de la música y la ignominia: tal vez las únicas realidades persistentes en este ‘mare nostrum’. En una tórrida comarca de ignorantes, el aforismo es obvio: bailo, luego existo. Así, en el sueño superreal de Musiquito, en el torbellino de estas aguas despiadadas, Enriquillo se lanza a conjurar el dogmatismo, el autoritarismo, con el agua bendita y la cruz de su agudeza verbal y su humorada; deshecha la sensatez, eso sí, roto el discurso en el aire de miel lenta de un bolero.

Al penetrar en el espacio inmoderado del Musiquito —en la atmósfera de ese fulgurante “esperpento” que Enriquillo Sánchez ha tejido con briznas de escarnio y devoción— nos parecerán cotidianas la realidad y la demasía, la precisión y la desmesura. Después de Porfirio Funess, el lector tendrá derecho a todo, excepto a callar. Los acordes agujereados de Jacinto Aguasvivas resuenan muy alto en estas páginas insolentes.

Y ahora, desde la orilla opuesta, Enriquillo guarda silencio: como un conjurado que urdiera trama contra el fastidio.-

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