Las disputas acerca de la forma en la que habían muerto las víctimas de la dictadura cívico-militar y el destino de sus cuerpos comenzaron en el mismo momento en que los delitos se cometían, cuando los golpistas respondían con cinismo que se habían cambiado la identidad, estaban en el exterior o, como señaló Viola durante el juicio a las Juntas, su identificación era difícil porque, “cuando el enemigo moría en los combates callejeros, nadie concurría a reclamar su cuerpo”. Dispusieron de la censura, los medios, el poder sobre la vida y la muerte, para instalar “su” mito: que habían vencido en la “guerra contra la subversión”.
La lucha por el sentido de lo que había pasado –pasar de la “guerra sucia” al “terrorismo de Estado”– tuvo su correlato en la cuantificación de la matanza. El número de 30.000 detenidos-desaparecidos surgió de la proyección de la cantidad de denuncias sobre el total de habitantes de Argentina hacia 1980. Es verdad que es una cifra aproximada, probablemente inexacta, pero tiene la virtud de ser uno de los símbolos aglutinantes de la construcción democrática argentina. Por eso, cuando se la impugna, se aprovecha un hecho real –su provisoria inexactitud– para minar su significado profundo: la condena al terrorismo de Estado, la reivindicación de los luchadores populares y la búsqueda inclaudicable de justicia. Y eso es lo que se ataca.
De manera cíclica, esas impugnaciones resurgen. A veces por boca de los directamente afectados por los juicios, como vimos hace poco durante la sentencia por la megacausa de La Perla. Pero otras, por investigadores, funcionarios e intelectuales que “reclaman la verdad” y cuestionan “el sesgo” y el uso del símbolo. Tienen todo el derecho de hacerlo. Pero, llamativamente, en general nunca han practicado desde su disciplina, y aplicado a la historia reciente de nuestro país, lo que exigen: cuantificar, nombrar, probar. Opinan sobre temas sensibles con la patente de corso que les da su profesión. Impugnan la cifra por inexacta. Pero lo hacen, a veces, desde el sentido común que fortalece los mitos que orientaron la represión. Es verdad que los “30.000” son un símbolo. Pero criticar una ficción política por inexacta cuando está en disputa con otras de igual magnitud es de una ingenuidad peligrosa.
Los que están comprometidos con esa tarea y especializados en el período se expresan, en general, de otra manera: con sus investigaciones, sus publicaciones, sus intervenciones en jornadas, que se basan en trabajos de campo. O aportando en los juicios como testigos de concepto. No alcanzaría esta columna para hacer simplemente la lista de los investigadores que han sumado al conocimiento exacto de la magnitud de la matanza.
Cuando entre colegas discutimos acerca de ese tipo de cuestionamientos, con frecuencia la recomendación es que no vale la pena contestar. Últimamente, pienso que no. Que el que calla otorga. Que cada vez que les abren la jaula, los que no se arrepienten de nada vuelven con discursos que solamente se encuentran en diarios de 1976. Que no ha habido aprendizaje social para ellos, ni ecuanimidad, que es lo que reclaman. Y que lo más perverso de la represión, como eligieron aplicarla los dictadores y sus cómplices y beneficiarios, es que hasta el último día pondrá a las víctimas en tener que probar su condición de tales.
En “La orden ya fue ejecutada”, un libro apasionante, el historiador italiano Alessandro Portelli ofrece un ejemplo muy interesante de las formas en las que los mitos están orientados por los antagonismos políticos y de clase. Nosotros conocemos bien la historia porque sus ecos llegaron hasta nuestro país. El 23 de marzo de 1944, en Roma, un grupo de partisanos detonó dos bombas contra una columna de policías: mataron a más de treinta personas entre uniformados y civiles. La represalia de las tropas de ocupación alemanas consistió en fusilar en las Fosas Ardeatinas a diez ciudadanos italianos, tomados al azar, por cada una de las víctimas del ataque partisano. Circularon varias versiones que justificaron la matanza: que, antes de proceder al fusilamiento, los ocupantes alemanes habían publicado un bando en el cual advertían acerca de las represalias en caso de atentado contra sus tropas. Y que habían empapelado Roma con carteles que invitaban a los responsables a entregarse. Pero Portelli demuestra que ese bando nunca existió. Y dedica su libro a explicar cómo, aunque falaces, estas versiones terminaron construyendo un sentido común que funcionó como la “verdad” sobre lo que había sucedido: los partisanos eran los responsables de la matanza, porque no habían hecho caso ni a las amenazas ni a la posibilidad de entregarse y evitar el castigo.
Según Portelli, la mentira fue eficaz porque se apoyó en una matriz de pensamiento, sedimentada en la cultura, que pone a la izquierda siempre en el lado de la ilegalidad. Así, la culpa fue de los partisanos y no de los alemanes que eligieron inocentes para asesinarlos, tirarlos a una cueva y enterrarlos para siempre.
Portelli explica por qué hizo esa investigación: “He entendido concretamente algo que sabía en teoría: una tradición es un proceso en el que también la simple repetición significa una responsabilidad crucial, porque el sutil encaje de la memoria se lacera de modo irreparable cada que alguien calla. No es solamente en África donde, como decía Jomo Kenyatta, se quema una biblioteca cada vez que muere un viejo; también en Italia, cada vez que un antifascista calla, se quema un pedazo de libertad”.
Amén.
@fedelorenzyclio
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