Ella no nació con ese apellido. Su nombre de pila fue Svetlana Iosifovna Stalina, y la mayor parte de sus 85 años vividos los dedicó a intentar enterrar los pecados de su padre: el sanguinario dictador que lideró la Unión Soviética (URSS) de 1929 a 1953.
Fue a sus 41 años cuando Svetlana aterrizó en el Aeropuerto John F. Kennedy, buscando refugio en los Estados Unidos. Centenares de periodistas preparados para relatar el gran acontecimiento abarrotaron la pista de aterrizaje. Su llegada se había convertido en el símbolo de todos quienes dejaban atrás el comunismo para abrazar el capitalismo.
“¡Hola, todos!”, dijo hacia la multitud, vistiendo un elegante blazer blanco. “Estoy muy feliz de estar aquí”.
La pequeña princesa del Kremlin , como se le conocía, dio una conferencia de prensa días después de su llegada. Uno de los periodistas le preguntó si aplicaría para conseguir la ciudadanía estadounidense. “Antes del matrimonio, debe haber amor”, contestó. “Si llego a amar a este país y él a mi, el matrimonio estará resuelto”. Y así fue, pero la historia de Svetlana inicia décadas atrás.
Dictadura como cuna
Iósif Stalin tuvo un hijo de un matrimonio previo, Yakov, y dos más con Nadezhda Allilúyeva: un niño llamado Vasily y Svetlana, su consentida.
Cuando Svetlana tenía seis años, su madre falleció. Hasta sus 16 años creyó completa la versión oficial: su mamá había muerto por causa de una peritonitis. Un día, ojeando revistas occidentales para practicar su inglés , llegó a un artículo que hablaba de su padre y cómo su esposa se había suicidado.
Hasta ese momento, la niña mimada de Stalin, con quien disfrutaba jugando a la dueña y servidor (ella mandaba, él debía cumplir sus órdenes), se dio cuenta de lo que ya sospechaba: la otra faceta de su padre no era tan agradable. Por su totalitarismo, Stalin pasó de ser un mito del socialismo mundial, a estar incluido en la nómina de los dictadores más irracionales del siglo XX… y el suicidio de su madre estaba relacionado. Nunca se lo perdonó.
En Veinte cartas a un amigo (1967), libro en el que describe la historia de su familia a través de una serie de cartas, escribió: “Toda la situación casi me saca de mis casillas. Algo en mí estaba destruido. Ya no era capaz de obedecer la palabra y voluntad de mi padre”.
Brote del amor
Lo otro que nunca le perdonó fue haberla separado de su primer amor. A sus 16 años, durante la invasión Nazi a Rusia, durante la Segunda Guerra Mundial, se enamoró de un hombre judío de 38 años. Aleksei Kapler era director de cine y periodista. Se conocieron en la presentación de una película.
En una entrevista con Nicholas Thompson –editor de New Yorker y periodista que más tarde se convertiría en su confidente– le comentó que presentía que la relación terminaría mal. Kapler fue arrestado y enviado al campo de trabajo de Vorkuta, en el Círculo Polar Ártico.
Fue la primera vez, le dijo, que se dio cuenta de que su padre tenía el poder de enviar a alguien a la cárcel.
La amargura tras el suicidio de su mujer y la frustración de su vida personal iba carcomiendo a Stalin. Ni su hija se salvaba de sus ataques de ira y temía que algún día la enviara al Gulag, organismo que dirigía el sistema penal de campos de trabajos forzados. Ya lo había hecho con muchos de sus parientes.
Para rebelarse y huir del Kremlin, Svetlana se casó tres veces sin estar enamorada, tuvo dos hijos y no duró casada más de cuatro años con ninguna de sus parejas.
En 1956, en el XX Congreso del Partido Comunista, el dirigente de la Unión Soviética durante una parte de la Guerra Fría, Nikita Jrushchov, denunció ante los miembros del partido los crímenes de Stalin.
En un corto periodo, Svetlana pasó de ser la hija del gran estadista, a la hija del tirano dictador.
Lo único que ella deseaba era una vida tranquila en el anonimato con Yósif y Katia, sus dos hijos. El haber adoptado el apellido de su madre, Alilúyeva, no le fue de mucha ayuda… el anonimato fue un lujo que nunca pudo darse.
La huida
En 1963, Svetlana tenía 37 años. La familia con la que había crecido ya no existía: Yakov, su hermano mayor, había muerto en Alemania como prisionero en un campo de concentración y Vasily, su otro hermano, falleció víctima del alcoholismo. Su padre también se había ido: murió en 1953 por causas que hasta hoy siguen en debate.
En octubre, conoció a Brajesh Singh, miembro del Partido Comunista de la India, en un hospital reservado para la élite soviética. Brajesh le cambió la vida y le abrió los ojos sobre lo que era vivir prisionera en su propio país. Dos años después intentaron casarse, pero no se los permitieron.
Singh murió en el 66 tras sufrir problemas respiratorios. Svetlana pidió permiso para llevar sus cenizas a la India y esparcirlas en el río Ganges. Le concedieron su deseo con la condición de dejar a sus hijos en Moscú.
La India, primer país que visitó fuera de la Unión Soviérica, era la entrada a su libertad: el momento de su vida en que sintió felicidad plena.
Le negaron la residencia en el país de su compañero. El 6 de marzo de 1967, dos días antes del vuelo de regreso de Svetlana a la URSS, se presentó en la embajada de Estados Unidos y le pidió asilo político al embajador Chester Bowles.
“¿El Stalin?”, preguntó uno de los diplomáticos cuando Svetlana aseguró ser su hija. Los estadounidenses decidieron sacarla de ahí antes de que los soviéticos se dieran cuenta de su escape. Esa misma noche, tomó el primer avión disponible. Después de pasar seis semanas en Suiza, se dirigió finalmente a los Estados Unidos.
Iósif (de 21 años) y Yekaterina (de 16), fueron abandonados en el aeropuerto de Moscú, esperando el regreso de su madre.
Tres días después, les envió una larga carta. “El comunismo soviético había fracasado como un sistema económico y como una idea moral”, escribe Nicholas Thompson, de la revista New Yorker . “Svetlana no podía vivir bajo ella”.
“Con una mano tratamos de atrapar la luna misma, pero con la otra nos vemos obligados a cavar patatas de la misma manera que se hizo hace cien años”, les escribió a sus hijos, incentivándolos a continuar con sus estudios. “Por favor, mantengan la paz en sus corazones. Yo sólo estoy haciendo lo que mi conciencia me ordena hacer”.
Iósif le contestó en abril. “Considero que con tus acciones, nos sacaste de tu vida”, escribió.
El sueño americano
Ya establecida en Estados Unidos, Svetlana escribió uno de los varios libros que la hicieron ganar millones: Veinte cartas a un amigo. A finales de 1967, consiguió un puesto de profesora en la Universidad de Princeton.
Su fuga y abandono no la dejaron descansar en paz. En el desierto de Arizona, en una comuna de arquitectos guiada por la autoritaria viuda del célebre Frank Lloyd Wright, conoció al último de sus esposos: el arquitecto Wesley Peters, cuyas abundantes deudas terminó pagando.
Al cabo de dos años huyó de Arizona para volver a Princeton con su pequeña hija Olga, fruto de su matrimonio con Peters. La devoción de Wesley a su trabajo, superaba la la devoción hacia su esposa, así que decidió quedarse.
Foránea en todo lugar y en la continua huida de las sombras de su pasado, se mudó a California y luego a Inglaterra.
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