Todavía no entendemos que la corrupción es dolor que desgarra el alma y corroe el tejido social
¿Cuál es la fórmula ideal para combatir la corrupción? Expertos que a fondo la estudian resumen el problema en una fórmula sencilla: la corrupción (C) es igual al cargo que detenta un funcionario público (X), más el uso y abuso de las oportunidades que se derivan del cargo para provecho propio (Y), menos la ausencia de vigilancia de sus funciones por parte de autoridades que fiscalizan y de los medios que investigan e informan (Z). Entonces C = X + Y – Z.
Magnífica definición sin duda, y que además brinda los antídotos para combatirla: quítele al funcionario público la facultad del ejercicio arbitrario de su poder y tonifique, más bien, el poder de los que tienen el deber de fiscalizar y de informar. Por último, por favor nunca viole el mandamiento de tolerancia-cero frente a la impunidad.
El problema, claro está, es que en muchos países la fórmula no resuelve nada y el mandamiento pasa como una declaración y nada más. Los expertos repiten ad nauseam variaciones de los mismos diagnósticos, como la fragilidad institucional de los organismos de vigilancia y justicia, la falta de voluntad política de las más altas autoridades para hacer valer la ley, la codicia de muchos empresarios, la apatía de la sociedad civil, o los intereses comerciales de los medios. Todo esto lo supimos ayer, lo sabemos hoy, lo sabremos mañana y, qué pena, muy poco o nada pasa.
No pasa nada porque todavía no entendemos que la corrupción es dolor que desgarra el alma y corroe el tejido social, un dolor que el gran poeta César Vallejo vivifica en los Nueve Monstruos al decir que “crece en el mundo a cada rato, a treinta minutos por segundo”. Quién sabe, de repente no nos duele lo suficiente. O preferimos la anestesia, sumirnos en un sueño que no lo reconocemos como pesadilla. Sueño o pesadilla, no despertar nos condena a la indolencia perenne, al sonambulismo. A la muerte en vida.
La anécdota que a continuación comparto ojalá contribuya a despertar. Hace unos años un ex ministro de economía y finanzas del Perú me invitó a su casa para celebrar su cumpleaños. Concurrencia muy nutrida entre los que se hallaban asesores principales y funcionarios públicos de alto rango que participaron en su gestión. Oí a uno de ellos que animaba una ronda de doce o quince personas contar cómo un colega había urdido “magistralmente” la compra a través de terceros de papeles de la deuda peruana en momentos que cotizaban a cinco centavos de dólar, y de su posterior venta a treinta y cinco centavos de dólar. Una operación hecha viable porque su despacho aprobó la cancelación de los pagarés y que le representó una gratificación multimillonaria. Claro, a costa del erario público, naturalmente. El relato, espero no se sorprenda, fue acogido con el silencio tímido de a lo sumo un par y la admiración de la mayoría: “¡Qué bien lo hizo!”
Abra los ojos, amable lector, aquí está el meollo del asunto. Imagine al relator que suelto de huesos divulga una fechoría y a una audiencia que la valida. Convénzase que en un medio así, la fórmula C = X + Y – Z y las recetas que prescribe tienen impacto limitado.
Despierte, hay otra fórmula que es mucho más sencilla y más eficaz que consiste en recibir relatos de esa naturaleza con rechazo firme, silencio glacial, o desaprobación compasiva, no de parte de los muchos menos sino de los muchos más. Apueste entonces a que quien se ufana con las hazañas de las corruptelas va a pensar dos veces antes de compartirlas en grupo. Más importante aún, apueste a que también tiene capacidad para avergonzarse y reevaluar su propia conducta.
¿Cansado de tanto dolor y hastiado de tanta podredumbre? Entonces arriésguese, revele su disconformidad, descubra quiénes y cuántos lo acompañan. Pocos o muchos, Ud. dirá si en su país es fácil o difícil combatir la corrupción.
Jorge L. Daly ejerce cátedra en la Universidad Centrum – Católica de Lima.
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