22 de diciembre de 2015 - 12:13 am -
Hay una profunda crisis de esperanza. Lo penoso es que las aprensiones sobre el futuro no son delirantes ni fóbicas; existen razones y condiciones objetivas que las explican sin esfuerzos equivalentes para revertirlas.
El nanatotoísmo no es una corriente esotérica, de esas que asaltan de tiempo en tiempo al pensamiento occidental; tampoco es una dimensión astral de la ginecología: es la forma inédita con la que la indomable escritora Sara Pérez compendia la expresión sociológica del “na e na y to e to” (“nada es nada y todo es todo”). El nanatotoísmo pretende explicar las causas y efectos del derrotismo social dominicano.
Como sentimiento nihilista, el “na e na y to e to” es intrínsecamente pesimista y sintetiza la cosmovisión de una sociedad rendida por la falta de fe en su futuro. Esa sumisión ha fortalecido, a escalas impensadas, el totalitarismo de un partido-empresa, así como la quiebra funcional y moral de la institucionalidad. Es una actitud social aniquilante de todo esfuerzo de cambio y contestación al sistema, que niega el interés individual en la participación colectiva; una trágica deserción ciudadana.
Los dominicanos somos “nanatóticos” por decisión o dominación. El primer caso responde a una elección consciente: es el segmento que se acomoda a su espacio porque tiene sus expectativas individuales aseguradas, olvidándose de que su bienestar está asociado a la vida y desarrollo de la colectividad a la que “pertenece”; corresponde a la conducta estándar, individualista y omisa que se justifica en el trabajo, como si esa prestación fuera el aporte humano más trascendente. El segundo, es una víctima del control enajenante del poder, al que se pliega de forma instintiva y parasitaria por razones de sobrevivencia; es la masa negociable que los núcleos de poder trafican a su antojo como una mercadería desechable. En nuestro caso, la conforman aquellos excluidos que validan cualquier moción a cambio de un empleo, un bono o un menudo subsidio. Esa última expresión del nanatotoísmo constituye el más perverso genocidio espiritual cometido por los últimos gobiernos porque aniquila la voluntad colectiva con el propósito de mantener el estado de dominación de la misma casta política.
En medio de los extremos antes indicados se sitúa un segmento social con expresiones aisladas de resistencia, la mayoría herida por la crisis de la esperanza, que no siente que el Estado le retribuye razonablemente sus esfuerzos para prepararse o trabajar. Conozco a muchos profesionales detrás de nuevos umbrales en el extranjero conscientes de que las oportunidades de realización en este medio son tan escasas como indecorosas. Cada año se gradúan miles de jóvenes que guardan sus títulos por falta de plazas. Gente de mi generación envía sus hijos al extranjero sin regreso como forma de anticiparle un salvoconducto cuando el sistema colapse. La inseguridad, la insensibilidad social y el deterioro de la convivencia colectiva la abate severamente. Nadie sabe cuándo, pero late la ominosa sensación de que esto en algún momento romperá en medio de la orgía que ha prohijado el poder corrompido. Otros han caído en depresiones, adicciones y en tratamientos psiquiátricos. No exagero ni pretendo suscitar pavores o alucinaciones apocalípticas; la tasa de suicidios ha crecido y ni hablar de la de divorcios. Hay una profunda crisis de esperanza. Lo penoso es que las aprensiones sobre el futuro no son delirantes ni fóbicas; existen razones y condiciones objetivas que las explican sin esfuerzos equivalentes para revertirlas. Ante ese cuadro nadie hace ni deja hacer. Cualquier asomo de disensión es estigmatizado con la estampa política por una plataforma de comunicación enajenante al servicio de los gobiernos.
La nación vive un momento espiritual muy crítico, sin reacciones determinantes ni inminentes para afrontar responsablemente su realidad, abandonada al capricho de la clase política y atontada por la maldita apatía inducida, una actitud más perniciosa que la del miedo; en aquella, la sociedad reconoce al menos la existencia de una condición que inhibe su capacidad de defensa; en esta última, pierde todo sentido para aceptar su postración, prefiriendo sustraerse o rendirse a la voluntad pasiva del colectivo. Nadie es responsable de nada.
El “na e na y to e to” es una autonegación social suicida. Entraña la renuncia del individuo a la colectividad. La desaparición de los nexos que arman esa relación hace perder las bases de la cohesión que debe tener toda sociedad para mantener su identidad, equilibrio y visión. Ese es el gran riesgo: nos estamos disolviendo progresivamente; cada quien procura soluciones individuales a problemas comunes: una seguridad privada, un colegio privado, una generador eléctrico propio, un vehículo… frente a la degradación de la vida de otros. En esa misma medida se fracciona la visión y se diluye el interés por el destino colectivo. El “na e na y to e to” socava el sentido de pertenencia comunitaria y confina al ciudadano a la búsqueda de su bienestar sin conexiones ni afectaciones solidarias.
Una manifestación patética del nanatotoísmo es la que encarna otra expresión social: “… polta a mí” (qué me importa a mí). Constituye la confesión más decantada del desprecio ciudadano y una actitud vigorosamente afirmada en el ambiente de indiferencia que hoy predomina. El “… polta a mí” supone el abandono consciente de toda responsabilidad individual en la suerte de todos. Legitima cualquier solución sin reparar en los medios ni en las consecuencias. No atiende a ningún riesgo; es la épica declaratoria de “sálvese quien pueda” en una sociedad en franca desbandada.
No sé a dónde llegaremos en esto o con esto. Lo cierto es que cada día nos parecemos más a niños tontos en un juego de piñatas, procurando golpear, con la fuerza del instinto, la bolsa de golosinas, esa quimera que prometen nuestros “líderes” para mantener viva la ilusión de desparramar los dulces que nunca han estado. Mientras tanto, ¡juguemos! Total, “na e na y to e to”. Bebamos y comamos que pronto moriremos…
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