NOTAS DE BUHARDILLA
Entre condecorados
Como el Congreso, a petición de la parlamentaria de Cambio Radical Rosemary Martínez, impuso la Orden de Caballero al estilista Norberto, a quien no conozco, dizque por contribuir a la belleza, se indignan los hipócritas de siempre que jamás protestaron con la farsa de otras condecoraciones.
Se trata de un asunto caricaturesco con ribetes de solemnidad. A la inmensa mayoría nos importa un comino cuántas categorías de condecoración puede imponer el Congreso y a quiénes. Entre la multitud de condecorados que cada presidente del Senado escoge durante su año de Presidencia hay inclusive gente decente. La verdadera razón por la cual el parlamento confiere estas distinciones es sencillamente por compadrazgo político, así algunos de los ungidos se crean el cuento y hagan cocteles y fiestas para autoagasajarse. No es raro, pues, que por la peluquería de Norberto haya pasado Rosemary Martínez, de quien jamás se ha oído su voz para nada importante, sólo ahora que premia a su peluquero.
El reino de las condecoraciones está lleno de falsedades, aquí y en cualquier parte. Por ejemplo, el dictador Gustavo Rojas Pinilla incurrió en el desafío de otorgar la Cruz de Boyacá a León María Lozano, alias el Cóndor, en plena época de la violencia oficial conservadora contra el liberalismo. El más grande bandido en el Valle del Cauca de los años 50, que los momios vallunos de entonces convirtieron en salvador del régimen conservador, exaltado con la más alta condecoración oficial, y nadie protestó, unos porque estaban cómodos y otros porque los mataban.
Algo similar ocurrió en Francia con la Legión de Honor creada por Napoleón Bonaparte en 1804, que algunos lagartos se hacen matar para que se las otorguen en cualquiera de sus cinco categorías, así en esa galería de condecorados haya personajes tristemente célebres como los dictadores Rafael Leonidas Trujillo y Francisco Franco, violadores ambos de los derechos humanos y de todos los valores defendidos por la democracia gala. Muchos españoles y franceses todavía batallan para que retiren póstumamente la condecoración a Franco, pero me temo que no lo conseguirán.
En Colombia valdría la pena revisar el inmenso listado de condecoraciones que cada gobierno dispensa para pagar favores, asegurar apoyos o canjear preseas. Durante el régimen de la seguridad democrática reputados demócratas que en privado se expresaban pésimamente de Uribe Vélez y su entorno, henchidos de emoción y orgullo con ellos mismos se dejaron condecorar, porque en su caso lo importante no era quién les dispensara el favorcito, sino que los condecoraran.
En las altas cortes la medalla José Ignacio Márquez se confiere anualmente a sus presidentes, y hay quienes sostienen que por esa razón en ciertas ocasiones resulta tan disputada la escogencia de quien haya de presidir cada corporación, tanto más cuanto que todo expresidente gana el derecho de gozar vitaliciamente de pasaporte diplomático.
Aquí hay condecoraciones bien pensadas, como la que en otros tiempos imponía el Gobierno a través del Ministerio de Justicia a los abogados litigantes distinguidos en el foro. Se trata de la medalla José Antonio Ricaurte, el único bogotano que aceptó defender a don Antonio Nariño, cuando eso no lo toleraba el Gobierno, y por cuenta de su valor terminó en la prisión de Bocachica en Cartagena. Menos mal que la condecoración ha perdido notoriedad, porque en ese oropel de vanidades no habría resultado extraño que se la hubieren otorgado al exdirector anticorrupción de la Fiscalía, entre otros especímenes del nuevo derecho.
Y hay distinciones ridículas, como la que unos diputados uribistas antioqueños quisieron imponerle a Alejandro Ordóñez, proyecto sepultado por la mayoría de la Asamblea, ante lo cual el ególatra y arribista exprocurador tuvo que conformarse con dejarse condecorar con un lánguido collar de arepas, como cualquier Marbelle.
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