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sábado, 29 de julio de 2017

Cuando ‘nosotros’ significa ‘yo’


Ernesto Santana Zaldivar.
LA HABANA, Cuba.- El grupo de chavistas que gobierna Venezuela acusa a Estados Unidos de pretender apoderarse de los enormes recursos —como el petróleo o el oro— de ese riquísimo país, pero lo evidente es que solo les preocupa acaparar ellos la mayor cantidad posible de petrodólares y narcodólares, aunque eso signifique la destrucción de la nación.
Y, además, como les enseñan sus manejadores cubanos, acusan de “agente del imperio” a quien no obedezca y pretenda revertir la catástrofe. En Cuba, el gobierno llama mercenario al que se resista al orden totalitario, llegando al absurdo de asegurar que toda oposición es creada desde el exterior, artificialmente, por medio de cuantiosos fondos.
Los mandarines del castrismo denuncian que Estados Unidos quiere anexarse a Cuba como si así pusiera la joya suprema en su corona. De modo que la razón de ser de esta “revolución de trinchera”, o sea, de un grupo de personas que controla el destino de millones de ciudadanos, es proteger al país de la ambición imperial y defender la independencia y la soberanía de la nación.
Pero tan imprescindible como el enemigo externo es el liderazgo de un Jefe Supremo, un Máximo Líder. Como en el caso de Luis XIV, el Rey Sol —cuya monarquía absoluta debía gobernar con la máxima de hierro de “el Estado soy yo”—, la soberanía es solo para Castro. Eso lo entendieron bien los izquierdistas de la violencia setentera con aquel chamamé: “Usted está en Cuba, patria socialista, tierra de Fidel”.
Y esa toma de posesión absoluta comenzó desde los primeros años de la revolución, cuando los Comités de Defensa de la Revolución comenzaron a repartir casa por casa unas placas de metal pintadas de rojo y negro, con la inscripción “Esta es tu casa, Fidel”, que debía colocarse en la puerta principal. No era una metáfora, ni mucho menos.
Y no solo casas, medios de producción y medios de comunicación eran del Estado —que soy yo, Fidel—, sino también la calle. Porque la calle es del pueblo —que soy yo, el Estado, Fidel—, lo mismo que la Universidad es para los revolucionarios, los fidelistas. Nada humano le era ajeno, ni aun la oposición: Fidel Castro llegó a proclamarse su único verdadero disidente.
Leyendo los carteles, los lemas y eslóganes que llenan calles y paredes del país se puede comprender la lección esencial: “Todo es mío”. No importa si el letrero reza “Unidos por la patria” o “¿Qué somos y qué seremos sino una sola historia, una sola idea, una sola voluntad para todos los tiempos?” La moraleja es la misma.
Los jefes y funcionarios que ya no agradan al trono son traidores o, en casos menos graves, demasiado ambiciosos o corruptos, como Luis Orlando Domínguez, o apegados en exceso a “las mieles del poder”, como Felipe Pérez y Carlos Lage. Gente que ya no merece los privilegios que tuvo hasta entonces, ofrecidos por su dueño.
Y no solo todas las cosas eran del Supremo, para que dispusiera de ellas a voluntad, sino también las personas. El dueño de todo y de todos, en sus frecuentes duchas de muchedumbres fervorosas, se complacía escuchando aquellas rendiciones incondicionales: “Cuando sea, donde sea y para lo que sea, Comandante en Jefe, ordene”. En fin: “Pa’ lo que sea, Fidel, pa’ lo que sea”.
En consecuencia, al morir el dictador, se consumó la desaparición del pueblo, de las personas, del individuo, en una especie de transubstanciación divina, de transferencia mística al más puro estilo totalitario: “Yo soy Fidel”, se ordenó corear a la gente. Ya el difunto no tenía poder ni posesiones terrenales. El dueño ahora era su hermano y nadie podía atreverse a decir: “Yo soy Raúl”.
Un cartel como “Cuba es nuestra” significa sencillamente que Cuba ha sido de los Castro por casi 60 años y que seguirá siéndolo por mucho tiempo más, porque legalmente está constituido que el socialismo, o sea, el castrismo, es irreversible.
No sé si fue Carlos Franqui quien cuenta la anécdota. Y creo que ocurrió antes del ataque al Moncada. Estaba Fidel Castro con algunos de sus adictos y alguien comentó sobre el asalto que se había efectuado en un banco. Al codicioso pandillero no le pareció aquello una gran idea. Según él, era mejor apoderarse de un país que de un banco. Tener un país era tener sus bancos y todo lo demás.
Siempre pensando en singular. Pues el castrismo, por mucho que use el plural, lo hace todo el tiempo infiriendo que “nosotros” significa “yo”. Si se dice “desarrollo del país”, “riqueza del país”, “bienestar del país”, no es difícil adivinar qué quiere decir “país”.
En Arabia Saudita, estado monárquico, la familia real es riquísima, pero la nación también lo es, pese a sus graves problemas en materia de derechos humanos. El modelo castrista, no obstante, también con graves problemas en ese tema, implica un extremo enriquecimiento de la élite gobernante y una profunda miseria de los gobernados.
Y un empobrecimiento fatal del país, no importa si posee los vastos recursos de Venezuela. De ahí el chiste, o fórmula infalible, que asegura que, de apoderarse el castrismo de Arabia Saudita, al año el país estaría importando arena.

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