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martes, 29 de noviembre de 2016

¿Revolución sin Fidel?

José Luis Taveras - 29 de noviembre de 2016 - 12:04 am -  1
La muerte suscita devociones solidarias, pero también lacera viejas heridas. En el caso de un hombre de la dimensión de Fidel Castro las pasiones escapan a toda contención racional.
He leído y escuchado calladamente las disputas, los duelos y hasta los ultrajes que han despertado las valoraciones póstumas del líder cubano. Los debates son enardecidos, porfiados y hasta mordaces. Así, mientras el sacerdote y excanciller de Nicaragua Miguel D’Escoto lo llama profeta y santo, el presidente electo de los Estados Unidos, Donald Trump, lo califica de dictador y opresor; mientras en La Habana se llora, en Miami se festeja. En las redes sociales se libra una ofensiva brutal y desgarradora.
En América Latina la pesadumbre se ha batido en un torbellino de agitación entre defensores y detractores. Algunos, leales al viejo ideal de su gesta revolucionaria, lo colocan en el tabernáculo de los magnos inmortales; otros prefieren guardar recuerdos atenuados (de admiración nostálgica por su comienzo y de decepción por su final); muchos otros, colocados en la acera de enfrente, no le reconocen ni le han reconocido ni le reconocerán nada distinto a un impenitente y megalómano tirano.
Difícilmente podamos encontrar en la historia contemporánea un personaje con lecturas tan contrapuestas. Lo cierto es que en extremos tan distantes sería épico hallar la sana crítica porque ambos están contaminados por los prejuicios más entrañables. Lo que no está en duda es que Fidel es y será un irrebatible símbolo en la historia occidental, sobre todo como la expresión más encumbrada de la resistencia. Muy a pesar de sus apegos y odios, Fidel será siempre Fidel: original, inédito y señero; y, no muy tarde, más mito que historia.
Hablar desprejuiciadamente de la revolución cubana es contar un relato fecundo de logros sociales. Por más desméritos que se puedan verter sobre las realidades, las estadísticas hablan: Cuba tiene más y mejor salud, educación, seguridad, equidad de género, índices de desarrollo humano e igualdad social que la mayoría de los países de América Latina, pero sería injusto no decir que esas conquistas, minimizadas por la propaganda ideológica, también han tenido un precio: la anulación de la disidencia y el sacrificio de importantes libertades civiles. Ese es el punto crítico que ha debilitado la autoridad y la legitimidad del proceso, independientemente de las razones que se esgriman para defenderlo. La intolerancia política y la concentración absolutista del poder de la dinastía Castro le han robado admiración a una de las revoluciones más sentimentales de la historia.
Fidel se fue; el desafío ahora es probar que el sistema subsistirá sin él y sin Raúl. Ese es el trance endémico de los caudillismos: confundir sus líderes con los procesos, subordinando estos últimos a la potestad de sus hombres y no a las autonomías funcionales de las instituciones. Fidel no se renovó y, al no hacerlo, dejó estanco y al amparo de una ortodoxia anacrónica un sistema que ya revelaba hondas deficiencias operativas y que requería remozamientos imperiosos. A pesar de los cambios que sacudieron al mundo, Fidel prefirió aislarse antes que aceptar la revisión de su modelo, especialmente en el terreno de las reformas políticas; se resguardó en el viejo cerco de las fronteras ideológicas y no preparó a la revolución para marchar por su propia tracción. De haber emprendido oportunamente su aggiornamento, a través de una reestructuración de la burocracia estatal, una liberalización más acelerada de la actividad económica y la apertura y transparencia  políticas, el tránsito a una Cuba sin los Castro sería hoy menos inseguro y aprensivo, más aún con el rescate de la política hostil y restrictiva que promete, al menos en retórica, el nuevo presidente de los Estados Unidos.
La grandeza de un hombre se mira en su legado; la de un sistema, en su permanencia. Castro se fue, ahora la pregunta obligada es: ¿sobrevivirá el sistema a la muerte de Raúl? Y no hablo de transición sin traumas, me refiero a la capacidad del ordenamiento revolucionario para generar, con base en sus propias fuerzas, su autodefensa, permanencia y estabilidad. Así, si el pueblo cubano defiende y afirma voluntariamente la revolución en el libre convencimiento de que este sistema le asegura su proyecto de realización nacional, entonces la historia “absolverá” a los Castro; en cambio, si la muerte de Raúl marca el inicio del fin del sistema, Fidel quedará como un líder mítico de su propia epopeya, una revolución que tendrá su nombre y estampa, pero que se llevará su muerte. De ahí que solo el pueblo cubano que participó de las glorias y vicisitudes de una revolución asediada podrá evaluar con propiedad y justeza el retrato histórico de la familia Castro. Creo que, con el debido respeto de los eruditos locales, los que estamos afuera, lejos de opinar ociosamente hasta desgastarnos en disputas fútiles, debemos, como espectadores sensatos, esperar el juicio soberano del pueblo cubano, dueño absoluto de su destino, considerando que, como dijo Fidel, el cubano es “el pueblo del mundo más comprometido y conciente de su historia”.   

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