Reconozco que resulta complicado hablar de según qué personajes tras su muerte. Tanto como en vida o más. Cuando murió Franco, aquí se dio un espectáculo similar al que se da ahora entre los cubanos, a la muerte de Fidel. En aquel momento, mientras muchos brindaban con cava o lo que tuvieran a mano, muchos otros lloraban a lágrima viva. Horas y horas, la televisión de 1975, la única entonces, mostraba las largas colas de personas que iban a rendir pleitesía a un cadáver. Un espectáculo extraño. El entonces Príncipe, de luto, también su mujer, con caras apenadas, el último adiós. Música y llantos. Música y brindis. Dos formas de sentir aquel suceso. Muchos no sintieron pena ni mucho menos. Muchos se sintieron libres y afortunados por poder volver; por poder vivir sin miedo; por sentir que otra vida era posible; que la libertad no era una quimera.
En Cuba los sentimientos encontrados se hacen patentes, más aún en Miami, donde viven tantos que tuvieron que salir, no por gusto precisamente. Se repite, en cierto modo, aquel esquema. Alegría y llanto, pero, quizás, ahora todo un poco más excesivo, como el ritmo cubano. Allí se cortan menos los que despotrican contra Fidel. En España era entonces todo mucho más clandestino: las celebraciones se hacían en domicilios, en las sedes ocultas de algún partido prohibido aún, no en la calle. Todavía se palpaba el miedo, aquí lo de “atado y bien atado” se había incrustado en la piel de los disidentes y no se fiaban todavía: la alegría de puertas adentro, por si acaso. En la calle estaban los del duelo, brazo en alto, camisas viejas de un azul aún intenso, flores rojas y gualda, adhesiones inquebrantables más allá de la muerte.
En Cuba están todos en la calle. Los que lloran a moco tendido y los que mueven las caderas bailando y mandando a Fidel con el diablo. Ya no se corta nadie. Una celebración en toda regla, con luz y taquígrafos. Una abuela, bien vieja, da las gracias a Dios porque lo ha visto morir. Grita. Ríe. Y así muchos. Otros dan las gracias al comandante por haberlos guiado durante tantos años y siguen gritando lo de “revolución o muerte”. Les sale de dentro, son muchos años oyendo al comandante sus discursos de siete horas y hasta de doce. ¡Que resistencia! La de Fidel y la de los sufridos ciudadanos. No van a saber cómo llenar el tiempo.
El mandatario que más ha aguantado en el poder, excepción hecha de la Reina de Inglaterra, claro. Y ahora, los fastos. A subirlo a los altares: dimensión histórica, un tipo duro, un revolucionario de inquebrantables convicciones…Y Raúl, su hermano, leyendo la noticia de su muerte con una voz muy parecida a la de Arias, con su uniforme, preparando ya el relevo en su hijo. Una dinastía en toda regla. Pero igual tampoco está todo atado y bien atado. Hay mucho desagradecido, mucho desafecto, mucha escoria capitalista esperando su turno.
Muchos políticos alaban ahora a Fidel porque quieren tomar la antorcha de la revolución, pero hacen la risa. Aspirantes de pacotilla. Les falta casi todo. Hasta el puro, que le daba un aire de galán entre elegante y provocador. No dan la talla: ¡si hablan diez minutos y aburren a los culebrones! Que se callen un poco. Del todo. No fue un santo ni siquiera laico. Predicaba, pero era alérgico a la libertad. Como Franco. Sus ancestros también eran gallegos, igual compartían algunos genes. Ordeno y mando, los dos. La muerte lo iguala todo. O igual es que eran bastante iguales en vida.
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