Remontar el cauce de la revolución cubana es el itinerario de una traición perpetrada a lo largo de casi cinco décadas. Entre riberas afiladas por la violencia, la delación y la mentira, sus aguas discurren viscosas y dejan tras de sí la turbidez de una estela sin fin de dolor y frustración. Cuba es una isla deshecha, varada como uno de esos petroleros soviéticos que yacen sin vientre en medio de la estepa desértica que es ahora el Mar de Aral. Apagadas hace tiempo las hogueras de la leyenda, Cuba permanece aletargada, sumida en la penumbra de un crepúsculo sin majestuosidad ni colorido.
Fidel Castro ha muerto, ¿y qué? ¿Acaso hay alguien con un mínimo de decencia política que pueda llorarlo? El daño y la decepción colectiva que ha provocado son irreparables y constituyen su legado más personal. No lo olvidemos.
Lo que pudo ser Cuba a partir del 1 de enero de 1959 se frustró porque Fidel torció deliberadamente el rumbo de las ilusiones de un pueblo que había creído y confiado en él. Sacrificó la democracia, silenció y encarceló a todos los que se opusieron a sus designios, y lo hizo a pesar de que había proclamado –cuando todavía lucía en el cuello las medallas de la Virgen del Carmen y de la Caridad del Cobre con las que había entrado en La Habana– que: «¡Ni pan sin libertad, ni libertad sin pan! ¡Ni dictadura de algunos grupos, ni dictadura de castas, ni oligarquía! Libertad con pan y sin terror. ¡Esto es el humanismo!».
Medio siglo después, el régimen castrista se ha ganado a pulso la despreciable condición de antípoda de todos esos ideales. Cuba es hoy en día lo contrario: el paradigma del antihumanismo.
Una ciudadela ruinosa desprovista de libertad y pan que administra una oligarquía de casta: una dictadura con mayúsculas y sin adjetivos que no puede ocultar la crudeza desnuda de su éxito totalitario, ya que ha logrado la destrucción colectiva de cualquier esperanza. Memoria de una deslealtad hacia los sueños de un pueblo que creyó en el mito surgido de la espesura agreste de la Sierra Maestra, la biografía de Castro se ha cerrado por fin con su muerte.
Atrás queda el héroe revolucionario, el hombre que derribó un U2 y que se enfrentó a John F. Kennedy como lo hizo Rubén Darío con su famoso Canto a Theodor Roosevelt. La imagen romántica fue decapitada en la oscuridad de la historia bajo el brillo de una cuchilla de acero que dejó caer una y otra vez sin escrúpulos sobre todos aquellos que le llevaron la contraria.
Cerca de 25.000 asesinados
Nunca se conocerán las cifras exactas, pero la utopía tropical que edificó arroja un saldo de al menos 25.000 asesinados y dos millones de exiliados. Un balance estremecedor que emborrona con los brochazos de la vileza cualquier justificación con la que pueda tratarse de retocar amablemente los contornos de su personalidad. Digámoslo así, sin rodeos: la silueta histórica de Castro tan solo admite los perfiles que identifican a un tirano desprovisto de cualquier épica.
Es más, se ha ido de este mundo acompañado por la lenta respiración de una agonía culpable. Ha tenido que quitarse el uniforme verde oliva y ponerse las pantuflas de cuadros y el batín de hospital para enfrentarse a la muerte. No ha podido hacerlo como le había sugerido una vez el Ché Guevara: arrojándose sobre las alambradas de Guantánamo al grito de ¡Viva la Revolución...! Fidel ha muerto solo, sin familia, ni colegas o amigos.
Lo ha hecho con la ostentosa ambición del tirano decrépito que pretende impresionar a la muerte parapetándose detrás de una guardia de corps. Él, que se autoproclamó en 1962 como portavoz de aquel «¡Basta!», que era una «ola de estremecido rencor, de justicia reclamada, de derecho pisoteado» que se levantaba desde Cuba para redimir a la Humanidad, ha fallecido sin el respeto de nadie con un mínimo de conciencia democrática, convertido en lo que siempre fue en el fondo de su alma: el ególatra ambicioso que traicionó las ilusiones colectivas que habían hecho posible que alcanzase el poder tras derrocar a Batista.
Lástima que haya muerto sin experimentar la justicia de ver cómo su rostro se ahogaba bajo un aguacero de desprecio multitudinario hacia su persona. Después de tantos años de despotismo se merecía algo así. Pero, por uno de esos azares inexplicables de la historia, se ha librado de tener que rendir cuentas ante los cubanos por haber asfixiado sus esperanzas entre los sargazos de humillación y violencia totalitaria con los que –como se encargó de denunciar Enzensberger en «El hundimiento del Titanic»–, recubrió su obra, mientras buena parte de la intelectualidad «comprometida» de Europa lo aplaudía «tirándose unos a otros bolitas de pan y citas de Engels y Freud».
Castrismo sin Fidel
Por ahora, el castrismo ha sido capaz de sobrevivir a la muerte de su artífice, aunque no sepamos por cuánto tiempo. Es cierto que el régimen sigue caminando, pero como lo haría un zombi, desposeído de la vitalidad enérgica de su fundador. Lo sostiene todavía la pereza generada por un terror que no necesita seguir practicándose para que surta el efecto de que se acate lo que se manda. Pero ¿y mañana? ¿Podrán seguir las cosas como hasta ahora gracias al marcapasos de Raúl Castro y las transfusiones de petrodólares de Venezuela?
Es difícil aventurar cuál será el futuro de la isla, pero en cualquier caso tendrá que pasar por la voluntad colectiva de mirar hacia delante y buscar la reconciliación de todos los cubanos: de la isla y del exilio, los del partido y los que tuvieron que sufrirlo. Sin aliento justiciero ni moral geométrica, Cuba tiene por delante la difícil responsabilidad de redimirse a sí misma.
Para ello tiene antes que apostar con ambición por la sociedad abierta que no pudo ser por culpa de la silueta de una traición que ahora, por fin, será borrada definitivamente gracias a la voluntad inquebrantable de un pueblo que sabrá estar a la altura del reto que le impone la historia.
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