Óscar –que pide omitir su apellido– coge el teléfono en Santa Clara.
Pablo de Llano.
Es 13 de enero de 2017 y los cubanos ya no pueden entrar sin visa en los Estados Unidos de América.
–¿Qué cómo está la gente acá? –responde–. La gente está revolcá. La gente está brava con Obama. Se jodió el sueño americano. Imagínate tú lo que es eso acá.
Óscar es taxista. Tiene 28 años. Vive en Santa Clara, la ciudad donde reposan los restos de Ernesto Che Guevara. A él le da igual la política. No está ni a favor ni en contra del Gobierno. Ni todo lo contrario. Lo único que quiere es irse a Estados Unidos a trabajar, ganar dinero y volver en unos años “pero pudiendo vivir bien”
Ya intentó una vez irse en balsa. Pero la balsa no apareció y Óscar se quedó mirando a los Estados Unidos desde la costa del Caribe. Seguía con la misma idea fija en el frontispicio de su cerebro. “Ir pallá”. Así de sencillo, así de difícil.
Siempre fue difícil. Ahora más.
“Tendremos que irnos como inmigrantes normales”
Otra prueba para el umbral de padecimiento cubano. La enésima.
“Ahora estamos embarcados", continúa. “Ya no tenemos oportunidad de que nos den nada al llegar allá. Tendremos que irnos como inmigrantes normales”.
Dice tendremos porque Óscar, y muchos como él, no han caído a la lona.
“Si me pone una lancha delante ahora mismo me subo, aunque después llegue allá y me detengan y me viren de vuelta para acá”.
Óscar se enteró viendo las noticias del fin de la norma pies secos pies mojados, que daba acogida a todo cubano que pisase tierra de Estados Unidos. “Me quedé perplejo, parado, fijo como una rana. Nadie se esperaba eso. Esto es lo más fuerte que le ha pasado a los cubanos, te digo, desde el Periodo Especial. Y de aquellas por lo menos a uno lo recibían allá. Ahora no. Se acabaron los inventos”.
Tantos cubanos deprimidos hoy. Los de Cuba que preparaban su salida. Los de Estados Unidos que los esperaban. Los que iban de camino.
“Yo a mi país no regreso. Eso para mí sería una derrota enorme”
Quien coge el teléfono en la Ciudad de Panamá es Pedro Pelegrín. Tiene 29 años, es de Ciego de Ávila (Cuba) y salió de la isla en octubre. Llegó en avión a Guyana. De Guyana pasó a Brasil. Como le dijeron que Venezuela estaba peligrosa, rodeó hasta Perú, subió a Ecuador, pasó a Colombia, cruzó a pie la temible frontera selvática con Panamá y al llegar a Ciudad de Panamá se detuvo a buscar un trabajo para ahorrar y seguir más adelante hacia Estados Unidos. Pelegrín ha dejado a sus padres en Cuba, tiene un empleo de friegacoches en Panamá y sus posibilidades de vivir en Estados Unidos se han reducido drásticamente. “Ahora no me atrevo a ir para allá. Antes te daban seguridad, te amparaban. Ahora es como lanzarse a la deriva. Uno no sabe qué hacer. No sabe a qué atenerse. A ver si el Gobierno de Panamá me permite quedarme aquí. Pero de corazón: yo a mi país no regreso. Eso para mí sería una derrota enorme”, afirma Pelegrín, licenciado en Filología Inglesa y cuya meta en Estados Unidos se limitaba a esto: “Trabajar”.
Él está acogido por Caritas en una iglesia de Ciudad de Panamá. “A ver qué pasa con Trump. Es nuestra única esperanza”, dice. En marzo, los cubanos veían en Obama una puerta al futuro. Hoy para ellos la ilusión se llama Donald J. Trump.
Y entre el drama brilla un nombre: Yunieski Marcos Roque. Puro ejemplar de la Generación Y, como se llama en Cuba a los hoy treintañeros y cuarentañeros a los que bautizaron en honor al socio soviético con nombres rusos con Y. Él fue el último cubano que pasó este 12 de enero por la frontera de Laredo a Estados Unidos. El último que entró por ahí. A sus 33 años, con su hijo Amed Marcos, de siete años, a cuestas. Por teléfono desde Laredo, contó que llegó antes de las cuatro de la tarde del jueves a la frontera entre México y Estados Unidos. Un oficial empezó a tramitar sus papeles y al cabo de un rato se puso a hablar con sus compañeros en inglés. Yunieski, con dificultades en inglés, aguzó el oído y bastó para escuchar lo suficiente para que se le congelase la espina dorsal.
“Obama”. “Presidente”. “Pies secos-pies mojados”. “Eliminada la ley”.
“Entonces el agente se viró”, prosigue, y me dijo: “Felicidades. Eres el último cubano sin visa que cruza legalmente la frontera de Laredo”.
Yunieski avanzó con su niño. Entró a Estados Unidos. Sacó el teléfono de su bolsillo para llamar al amigo que lo esperaba y lo ocurrió una cosa. Lo natural. “El impacto fue tan grande que los dedos no me daban para marcar”.
Padre e hijo se irán a vivir a Miami. “He ganado el futuro de mi niño”, dice.
Cuando atravesaba la aduana miró hacia atrás, explica, y vio gente que llegaba “y la viraban patrás”. No alcanzaba a verlos. No sabe si eran cubanos.
Después del último en entrar, tal vez, los primeros en ser rechazados.
Desde La Habana, Alejandro, un joven de carácter sosegado y templado, respondió al teléfono con la misma calma de siempre. Él estaba pensando e irse también a Estados Unidos. Pero no se mostraba consternado. Sin embargo, a la hora de ponerle un número a su nivel de decepción, respondía:
–Pues diría un número alto. Del 1 al 10, le pondría un ocho.
En Santa Clara, Óscar le pasó el teléfono a su novia, Tania, de 22 años, que trabaja haciendo la manicura y mientras hacia manicuras pensaba en cuándo se iría Estados Unidos. “Se jodió la emigración”. Dijo Tania.
–¿Cómo ves tu futuro?
–¿Mi futuro? Mi futuro lo veo muerto.
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