Un paseo en Madrid por las grandilocuentes obras de la posguerra, desde el ministerio que emula al Escorial a un rascacielos inspirado en el siglo XVI
Hasta 1959 en Madrid no había basura orgánica, todo lo que tirabas alguien se lo comía… Y en medio de esa miseria, de esa realidad de ruinas, familias rotas, hambre y frío, construyeron esto”. El historiador David Pallol gira sobre sí mismo, rodeado de coches y de gente que va a lo suyo, en la plaza de la Moncloa, con su Arco del Triunfo, su Monumento a los Caídos, su monolito a los Aviadores del Plus Ultra y su Ministerio del Aire. A este último él lo llama “el Monasterio del Aire” —por sus ínfulas escurialenses—, y también “el mamotreto”. “El estilo nacional debía de dar forma a los delirios de grandeza del régimen, se creó una arquitectura para la eternidad que, sin embargo, nació muerta”.
En la introducción del libro que acaba de publicar Pallol—Construyendo imperio. Guía de la arquitectura franquista en el Madrid de la posguerra—, se recomienda “disfrutar con ironía” del paseo. Propone siete rutas (de entre media hora y una hora y media) por una arquitectura que sin cortarse tacha de “casposa”, “rancia”, “siniestra”, “deprimente”, “anticuada”, “plomiza”, “severa” o “grandilocuente”, pero que también admite obras dignas e interesantes, aunque siempre con un tono historicista o propagandístico.
El paseo lleva a la Castellana Norte, Tetuán o Rosales, destinos que se salen de los manidos recorridos turísticos y que resultan sorprendentes incluso para un madrileño.
El estilo imperial o neoherreriano inventado para mayor gloria del franquismo en los años cuarenta bebió principalmente de la arquitectura de Juan de Herrera (que trazó El Escorial en el siglo XVI, la gran referencia para el régimen), y de la de Juan de Villanueva, autor en el XVIII del Museo del Prado. La severidad y el clasicismo de los Juanes sirvió para hispanizar la monumentalidad pomposa de los fascismos alemán e italiano, más próximos a las vanguardias, sobre todo el italiano. En España lo moderno y lo extranjero olía a pecado, así que solo se podía mirar hacia atrás y hacia adentro.
El cemento hostil
Toca detenerse en los religiosos colegios mayores de la Ciudad Universitaria. En el frontispicio de uno de ellos aún se puede leer el oxímoron Deus scientiarum dominus (Dios es el señor de las ciencias). En los pisos burgueses del barrio de Salamanca, muchos de ellos proyectados con mucha elegancia (y siempre con una zona para el servicio) por el eficaz Luis Gutiérrez Soto, hay “cierta ambivalencia entre lo moderno y lo clásico”. También en las residencias militares de Argüelles y los rascacielos más anacrónicos de la Gran Vía, a la que Giménez Caballero, ideólogo fascista, describió como “el reino del cemento”. “Y el cemento es atroz”, escribió, “huele a socializar, a planes quinquenales, a novela bolchevique, a película yanqui, a mujer libre, a miseria organizada, a disolución de la familia, a funcionarios numerados. Si hay un material hostil para colgar un crucifijo, es el cemento”. No sorprende entonces que los hermanos Otamendi, autores del Edificio España, escondiesen su moderna estructura de hormigón tras una rimbombante fachada neobarroca. “Es el rascacielos que se hubiese construido en el Siglo de Oro en Toledo o Valladolid de haber dispuesto entonces de los medios”, ironiza Pallol.
Lo que el historiador no perdona al estilo imperial es lo que supone de “doble voltereta hacia atrás en el tiempo”. La guerra impidió que la prometedora arquitectura de la II República, que caminaba decidida hacia el Movimiento Moderno, siguiese su curso natural. El racionalismo, la funcionalidad, las líneas limpias y las estructuras sinceras fueron disfrazadas incluso por arquitectos que, antes de la guerra, habían coqueteado con ellas, como Gutiérrez Soto (discoteca Pachá) o Feduchi (edificio Capitol). Lo moderno cayó a golpe de brochazos historicistas, o directamente desapareció, en pro de un estilo que prefirió recuperar un pasado glorioso de chapiteles austriacos, torres, tejados de pizarra, zócalos de piedra, escudos con águilas, yugos y flechas. “Los pináculos y las bolas herrerianas estaban por todas partes, eran como los pokémons de la época”, bromea el autor.
El resultado fue variado. En el Madrid de posguerra se construyeron “muchos pastiches mediocres” y alguna “antigualla imponente” (el Ministerio del Aire), pero también hubo ejemplos de “clasicismo irreprochable” (el Arco de la Victoria), e incluso algún destello de vanguardia como las viviendas sociales, donde la limitación económica contuvo la fanfarria fascistoide dando paso a una sensatez más moderna. Para Pallol, la obra maestra del momento es la antigua Casa Sindical, hoy Ministerio de Sanidad, de 1951, en la que Francisco de Asís Cabrero y Rafael Aburto exploraron con maestría el racionalismo filofascista italiano.
Guía
- Construyendo imperio. Guía de la arquitectura franquista en el Madrid de la posguerra, de David Pallol (Ediciones La Librería; 250 páginas; 22,50 euros).
- Turismo del Ayuntamiento de Madrid.
- Turismo de la Comunidad de Madrid.
“En España preferimos ignorar este legado”, dice Pallol agarrando una de las lanzas de justas medievalistas que sirven de reja a las ventanas del Monumento a los Caídos de la Moncloa (en el primer piso los balcones están hechos de espadones). Explorar el Madrid neoherreriano supone mirar de frente a lo construido en la posguerra, bueno, malo o regular, un acto necesario “porque representa un momento concreto —y muy negro— de nuestra historia” y constituye, “por su carácter pintoresco y excepcional, un patrimonio único”. “Hace a Madrid antipática pero a la vez muy singular”, dice Pallol. “Mucha gente ve estos edificios descontextualizados, cree que el Arco del Triunfo lo puso Trajano o que el Ministerio del Aire es del XVI, y ese desconocimiento de nuestro pasado inmediato hace que estos edificios parezcan neutros, inofensivos…, y no lo son”. Son testigos en piedra, ladrillo y pizarra de lo que pasó.
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