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lunes, 30 de enero de 2017

Nazismo y sociedad

La banalidad del mal
Antonio Salgado Borge (*)
En 1960 la mundialmente reconocida filósofa Hannah Arendt se comunicó con la revista “The New Yorker” para solicitar cubrir un evento como su reportera. La sorpresa de los editores de esta importante publicación pronto devino en fascinación. ¡Desde luego, aceptaban! Días después, la profesora de la universidad “The New School” viajaba a Jerusalén para presenciar el juicio al que el Estado de Israel llevó a Otto Adolf Eichmann.
Adolf Eichmann había sido funcionario en el Tercer Reich, término con que se conoce al período que comprende desde la toma del poder en 1933 del Partido Nacional Socialista Obrero Alemán —que de socialista y de obrero nunca tuvo nada— y el fin de la Segunda Guerra Mundial en 1945. Como muchos otros ex colaboradores Nazis, Eichmann había logrado escapar después de la caída de Hitler gracias a los sobradamente documentados apoyos y papeles expedidos por el Vaticano o por la Cruz Roja. Este ex funcionario se encontraba en Argentina cuando fue literalmente secuestrado por agentes de Israel y trasladado a Jerusalén.
El volcamiento de los Nazis contra los judíos durante el Tercer Reich ocurrió gradualmente y en etapas claramente reconocibles. En buena medida esto permitió que a tantas personas el tránsito entre una fase y la que le siguió les pareciera, en un inicio, natural y poco alarmante. No fue el caso de la mayoría de los intelectuales judíos alemanes, muchos de quienes supieron identificar lo que ocurría a tiempo y dejaron este país apenas Adolfo Hitler tomó el poder apoyado, en buena medida, por élites económicas y grupos conservadores que lo veían como la mejor opción para cuidar sus intereses. Poco les importó a estas élites que siete años antes, en 1926, se hubiera publicado el libro “Mi Lucha” donde Hitler llama a los judíos “apestosos” y sugiere su eliminación.
En 1933 el mundo de los judíos se vino abajo. En un inicio, fueron excluidos de la posibilidad de trabajar en el servicio civil y fueron limitados a tomar posiciones laborales inferiores; muchos de sus negocios fueron clausurados como represalia por denunciar públicamente a los Nazis. También fueron víctimas de ataques físicos desde el régimen y de agresiones de terceros. En 1935 se expidieron las “Leyes de Núremberg”, que oficialmente privaban a los judíos de sus derechos como ciudadanos y, entre otras cosas, prohibían matrimonios y relaciones extramaritales entre judíos y alemanes.
Paradójicamente, estas leyes fueron recibidas por algunos líderes judíos con beneplácito, pues de alguna forma terminaban con la incertidumbre al poner por escrito las reglas del juego. Posteriormente, vinieron las tres “soluciones” que empleó Hitler para lidiar con la “cuestión judía”: 1) expulsión, 2) concentración y 3) eliminación. ¿Cómo pudo ocurrir semejante aberración? ¿Dónde estaban los alemanes “normales”? ¿Cómo fue posible que miles de soldados sometieran a millones de judíos? ¿Por qué colaboraron sus líderes?
El juicio a Adolf Eichmann atrajo la atención porque en ese momento el ex funcionario era el más importante Nazi capturado —los demás estaban muertos o en fuga—; la posibilidad de interrogarle abría las puertas a conocer, desde adentro, las ideas, lógica y operaciones del Tercer Reich. El gobierno de Israel quería dejar en claro al mundo lo ocurrido a su gente durante este período y dar una lección a sus propios ciudadanos jóvenes. Y es que Eichmann había sido la cabeza del departamento de “asuntos judíos” de la SS, encargado lo mismo de negociar con los Consejos Judíos que de operar la logística de la expulsión y la concentración de individuos. Su nombre aparecía en infinidad de testimonios y documentos y se había convertido en un símbolo de un sistema que, por medio de trenes, deportaba o transportaba a los judíos a los campos de concentración.
De esta forma, el 11 de abril de 1961 se inició en Jerusalén el juicio a Eichmann. El mundo esperaba con ansias conocer los dichos y hechos de quien algunos veían como el diablo mismo. Pero pronto a todos cayó un balde de agua fría. Lo primero que llamó la atención a Hannah Arendt fue la teatralidad y “retórica barata” del fiscal, quién utilizó un sin fin de evidencias y testigos que poca relación tenían con el acusado; sin embargo, la profesora de “The New School” consideró que, dadas las intenciones del gobierno israelí, probablemente esto era esperable. Lo que realmente sorprendió a Arendt fueron las respuestas y el perfil de (el “diablo”) Adolf Eichmann.
Lo que el mundo esperaba ver era un monstruo; un nazi que explicara la lógica fascista y genocida del Tercer Reich; sin embargo, lo que apareció ante los ojos de todos fue un pequeño funcionario que, presentado—supuestamente por su propia seguridad— en un cubículo transparente a prueba de balas, respondía a las preguntas con aburridas y larguísimas explicaciones burocráticas. Eichmann fue acusado de crímenes contra los judíos, crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra; pero el acusado, que sí consideraba que se merecía ir a la horca por su colaboración con los nazis, se declaró no culpable en el “sentido específico” de la acusación antes mencionada. ¿Qué significaba esto exactamente? Eichmann lo dejó en claro: “En el asesinato de los judíos no tuve nada que ver… Nunca maté a ningún ser humano. Nunca di la orden de matar un judío o un no-judío”. En su opinión, tan sólo podía acusársele de “ayudar” en el proceso de aniquilación, no de haber matado.
A Hannah Arendt le impactó que el “monstruo” dijera convencido que sólo cumplía órdenes y que no tomaba decisiones. Además, Eichmann hablaba con frases llenas de clichés y vacías. Después de seguir días enteros del juicio y de leer las transcripciones íntegras del interrogatorio policial, la filósofa llegó a la conclusión de que su inhabilidad para hablar estaba estrechamente relacionada con su habilidad para pensar; Eichmann estaba “blindado” contra la realidad: “Eichmann nunca entendió lo que estaba haciendo. Fue precisamente esta falta de imaginación… mero no-pensamiento algo que de ninguna forma es idéntico con la estupidez, lo que lo predispuso a ser uno de los criminales de ese período. Que esa lejanía de la realidad y no-pensamiento pueden causar más estragos que todos los instintos de mal puestos juntos que, quizás, son inherentes al ser humano; esa fue, de hecho, la lección que uno pudo aprender en Jerusalén” (“Eichmann in Jerusalem”, 2006).
La caracterización que hizo Arendt de Eichmann puede ser discutible, pero lo cierto es que su diagnóstico se ha vuelto fundamental para entender cómo fue posible que tantos alemanes y algunos líderes judíos participaran en eliminación de entre 4 y 6 millones de seres humanos. La “banalidad del mal” radica en la ausencia de juicio reflexivo y no requiere de intenciones torcidas o malévolas de parte de los perpetradores del daño. El mal radical sólo puede ocurrir cuando se involucran miles o millones de seres humanos comunes y corrientes. Es decir, que para que el “mal como política” y el terror del Estado triunfen no se necesita tanto de líderes malvados como de personas que no piensen o que obedezcan órdenes.
Bien dicen algunos historiadores que la historia no se repite, pero rima. El fascismo del siglo XXI rima escalofriantemente con el del siglo XX y, si algo podemos aprender de Arendt, que no hay tal cosa como una naturaleza o esencia humana rígida e inmutable; nos hacemos sobre la marcha y podemos repetir nuestros errores. Sin embargo, al menos por lo visto hasta ahora, es difícil que las condiciones que expuso Eichmann en Jerusalén se materialicen en el primer quinto del siglo XXI de la misma forma como lo hicieron a mediados del siglo XX.— Edimburgo, Reino Unido.
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