Una gran mentira que les granjeara buena imagen en Europa. Eso es lo que buscaban los nazis con Theresienstadt, un campo de concentración (y posteriormente gueto) ubicado a 70 kilómetros de Praga al que, a partir del año 1941, Adolf Hitler envió a cientos de artistas judíos. Todos ellos, con permiso para tocar música prohibida en el Reich, dar conciertos, y llevar a cabo todo tipo de actividades culturales. ¿Cuál era su objetivo? Lograr silenciar los rumores que hablaban de las barbaridades a las que eran sometidos los reos en sus cárceles y acallar las voces que clamaban contra la esvástica.
La farsa de la «ciudad que Hitler regaló a los judíos» (como daban a conocer Theresienstadt los germanos) culminó en 1944. Ese fue el año en el que la Cruz Roja Internacional envió una delegación al campo de concentración para cerciorarse de que los rumores que hablaban de sangre y muerte en los guetos eran falsos.
Los nazis prepararon entonces una gran farsa para recibirles: pintaron las calles,organizaron un gran concierto preparado por los maestros y los artistas que estaban allí recluidos, montaron falsas tiendas en las calles y -entre otras tantas cosas- dieron abundante comida a los prisioneros. El objetivo no era otro que engañar a los representantes y hacerles creer en la bondad del «Führer» para con aquellos que odiaba, y a los que asesinaba a diario de forma sistemática. El plan fue todo un éxito, pues la delegación salió convencida de que, tal y como decía la propaganda, los campos de concentración de Hitler eran una especie de «balnearios».
De todos estos hechos, y específicamente del «Freizeitgestaltung» (el comité encargado de regular las actividades musicales en Theresienstadt) es del que habla el autor y director de orquesta Xavier Güell en su última novela: «Los prisioneros del paraíso» (Galaxia Gutenberg). Un texto en el que narra -a través de Hans Krasa, un personaje real enviado al campo de concentración- cómo la música y la farsa ayudaron a cientos de músicos a sobrevivir en plena Segunda Guerra Mundial.
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«Necesitaban montar una farsa, que Europa creyera que trataban de forma aceptable a los prisioneros en los campos de concentración. Por ello, encerraron a multitud de artistas en este lugar y les permitieron ejercer su profesión. Les dejaban tocar, organizar conciertos...», afirma Güell a ABC. Por desgracia, los únicos que tuvieron carta blanca para dar rienda suelta a su creatividad fueron una minoría de los presos. El resto se vieron sometidos a todo tipo de barbaridades y torturas.
El resultado de este infame cóctel fue una prisión en la que vivían hacinadas 50.000 personas (cuando el espacio era para apenas 5.000) y morían cada jornada decenas de hombres, mujeres y niños. Pero también una cárcel en la que unos pocos artistas judíos tuvieron la posibilidad de tocar música prohibida, componer obras posteriormente legendarias, y dar conciertos a otros prisioneros con el objetivo de que el mundo considerase que el ejército de Adolf Hitler era benévolo con los reos.
En este falso edén ubicado en el extenso (y bárbaro) imperio nazi, convivieron juntos grandes compositores. Desde Hans Krasa, hasta Gideon Klein. Los «mozarts» y «chopines» de su época. Auténticos dandis que habían llenado teatros (como hoy se saturan estadios) gracias a su música pero que, con el auge del nazismo, fueron detenidos y enclaustrados.
La vida de todos ellos (tan reales como lo fue el jefe de las SS Heinrich Himmler) dentro del campo de concentración, son las que narra Güell a través de esta obra. Una novela que, como él afirma, sería histórica de no ser porque incluye algunos personajes de su invención para agilizar y dar viveza al argumento. En la trama se mezclan amores imposibles, barbaridades perpetradas por guardias alemanes ávidos de sangre, superación y, en definitiva, la idea de que -como señala el autor- el gran secreto de la vida es tener la capacidad de transformar el sufrimiento en alegría.
«Estos compositores vivían en condiciones durísimas, malcomían, pasaban frío, sufrían epidemias, no podían tener medicamentos... pero, a pesar de eso, supieron usar el arte para sobrevivir. Sabían que cada nota podía ser la última, y sabían que podían acabar muertos, pero pudieron seguir adelante con dignidad humana», señala Güell.
El campo
Theresienstadt, antigua residencia militar de los Habsburgo, comenzó su andadura bajo las órdenes de Hitler como basa para las SS (las tropas más ideologizadas del Reich). Sin embargo, en 1941 Reinhard Heydrich (encargado del protectorado de Bohemia y Moravia) decidió que aquella región debía estar destinada a un objetivo mucho más beneficioso para: ser un «gueto modelo».
Por aquel entonces Hitler ya había dado el visto bueno a los primeros asesinatos con gas en Auschwitz (de forma secreta, eso sí) y los rumores de que había comenzado el exterminio masivo de judíos empezaban a cubrir una buena parte de Europa. Los alemanes necesitaban, por tanto, un lugar idílico (al menos en apariencia) que convenciera a los excéntricos de la bondad del «Führer». Al menos solo aparentemente, pues dentro de sus muros la brutalidad sería similar a la de otras prisiones.
Así nació el campo de concentración de Theresienstadt. Un lugar que los nazis promocionaban en principio como un «balneario» al que solo podían acudir los judíos de mayor relevancia y que (según prometían) sería un camino intermedio entre ellos y Palestina.
«Los nazis decidieron que los “prominentes”, gente importante como artistas, militares condecorados, ancianos con medios económicos altos y de importancia social, músicos..., serían recluidos en este campo», determina el autor de «Los prisioneros del paraíso». El elenco de personalidades que pasaron por él hasta el final de la guerra incluía a las hermanas de Kafka, las hijas de Freud, el director del teatro nacional de Praga, directores como Kurt Gerron, pintores, arquitectos, intelectuales de todo tipo y un largo etc. Era una auténtica ciudad de los famosos.
Las atrocidades
Este «balneario» (ubicado en un paisaje de ensueño) recibió tan buenas críticas que, aquellos que acudían, lo hacían vestidos con sus mejores galas. Realmente pensaban que habían sido elegidos de forma exclusiva para tener el privilegio de vivir allí. Por el contrario, todo formaba parte de un elaborado plan de Adolf Hitler para dar una imagen agradable de los atroces campos de concentración que estaba creando por media Europa.
La realidad, no obstante, era muy bien diferente. «Las condiciones en las que vivían eran brutales. Terminaron residiendo en él 50.000 personas cuando solo había sido para, como mucho, 5.000. La penosa forma de vivir hacía que murieran por jornada entre 50 y 100 personas debido al frío o las infecciones. Tampoco se les dejaba escribir más de un número determinado de palabras al mes, ni guardar medicamentos. Si desobedecían, el castigo era la muerte. Eran unas circunstancias horribles», añade Güell.
A su vez, y como el autor novela en su libro, la ciudad estaba regida por un grupo de ancianos judíos que debían pasar por el trauma de elegir los nombres y apellidos de aquellos que serían deportados a campos de exterminio como el de Auschwitz. «Su responsabilidad era brutal. Aunque las grandes decisiones las tomaban los nazis, a ellos les dejaban actuar como si fuesen los responsables de la ciudad, siempre que no se salieran de las pautas establecidas. Lo más duro era que les hacían hacer el listado de los deportados, un número que no bajaba de unos 1.000 nombres a la semana», determina el autor.
En «Los prisioneros del paraíso», Güell muestra la dureza de las decisiones que debían soportar cuando, por ejemplo, envían a los niños de un coro al tren de la muerte.
Además, también obligaban a los prisioneros a mantener el orden y actuar como la policía del campo de concentración. Estos agentes o «kapos» (como se llamaban) recibían varios privilegios por ello si llegaban a ser más severos que los propios alemanes. «Ese es el gran drama, el que les hacían pensar que ellos tenían la culpa. Así les desgarraban».
Por si fuera poco, los miembros del consejo eran personalidades «sobradamente preparadas» que habían «llevado a término en sus respectivas ciudades varias actividades para defender a todo su pueblo». Eso hacía que fuese todavía más duro para ellos el verse obligados a tomar estas decisiones. Y más, sabiendo que -si no hacían aquello a lo que eran obligados por parte de los mandos nazis- las represalias serían todavía mayores. «Muchas veces tenían que tomar decisiones atroces para asegurar el futuro del gueto. Esa es la perversa utilización que hacen de ellos los alemanes», completa Güell.
¿Bondad en el campo?
Mientras en el patio de Theresienstadt los guardias mataban a bebés a tiros y llegaban al campo millares de personas en trenes claustrofóbicos, el alto mando alemán buscó una forma de lograr que el gueto pareciese un nido de bondad a entidades como la Cruz Roja Internacional. Una organización que preguntaba día tras día sobre las presuntas barbaridades que se cometían en las cárceles nazis.
Fue precisamente por ello por lo que Heydrich permitió a los reos crear el «Freizeitgestaltung», una organización regida por presos que se encargaba de organizar todo tipo de actividades culturales. Desde conferencias, hasta conciertos y clases de música. Podían hacerlo, al fin y al cabo, pues contaban con algunos de los mejores artistas judíos formados en Europa. «Había óperas, representaciones teatrales,obras de cabaret... Todas ellas, hechas por artistas de primerísimo orden», explica a ABC el autor de «Los prisioneros del paraíso».
Así fue como Theresienstadt se convirtió en el estandarte de la cultura judía. Una cultura hecha por judíos y artistas de primerísimo orden. «Hay que entender que, por entonces, los principales festivales musicales y artísticos de Europa habían dejado de existir o habían reducido drásticamente sus actividades.
El milagro
«El milagro de este campo de concentración es que, gracias a la gran farsa para la que fue diseñado, en él se produjo una actividad cultural extraordinaria», completa el director de orquesta y autor. Con todo, estas actividades solo las podían llevar a cabo algunos pocos privilegiados.
Unido al gran milagro que se vivió en él llegó la heterogeneidad de pensamientos. La duda eterna de si aquellos pocos músicos debían aprovechar sus privilegios o, por el contrario, negarse a ejercer su arte para no participar en esa pantomima internacional. Una dura decisión que Güell plasma a la perfección en su nueva novela a través de sus personajes.
En el campo de concentración, según el autor, había dos criterios diferentes entre los presos «prominentes». Dos formas de entender su existencia: «Algunos miembros del consejo apoyaban las actividades. Creían que el gueto sobrevivía porque era de utilidad para los nazis. Por ello, pensaban que debían apoyar las actividades lo más posible». No obstante, también había otros tantos que pensaban lo contrario, que aquella farsa impedía que las autoridades aliadas supieran lo que realmente estaba sucediendo en los campos de concentración.
Desde la perspectiva de un músico curtido en decenas de escenarios como él, el autor tiene clara su opinión con respecto a este espinoso tema: «Un artista que no puede dar rienda suelta a su arte se muere. Antes de las actividades de esta organización, lo más duro para estos prisioneros era no poder ejercerlo, más allá incluso de estar encerrados. Para ellos fue una salvación. Sabían que tocaban unas notas que podían ser las últimas porque al día siguiente podían morir, pero sabían que mientras hubiera música, había esperanza. Hasta el último momento, el arte nos ayuda a sobrevivir como seres humanos dignos».
El gran maestro
Además de presos anónimos, hombres y mujeres desconocidos cuya llama vital se extinguía a diario por culpa de los guardias germanos y de las precarias condiciones en las que vivían, entre la extensa lista de prisioneros que habitaban aquellos muros, había algunos artistas tan famosos como Verdi lo había sido en su época. El principal era Hans Krasa. Un compositor que había dado conciertos a lo largo y ancho del mundo y se había labrado un gran nombre a base de trabajo duro y talento. Sobre sus hombros recayó la dirección de las actividades culturales relacionadas con la música dentro del «Freizeitgestaltung».
«Krasa era uno de los músicos más mimados por su tiempo hasta la llegada al campo de concentración. Había nacido en una de las familias judías más ricas de Praga. Era un dandi que se había tomado la vida con cierto sentido lúdico. Había aprovechado todas las posibilidades que tenía por su situación. Tenía un enorme talento. Empezó a componer desde muy temprano y era un pianista excepcional», añade Güell.
Krasa comenzó a los 18 a dirigir orquestas con enorme éxito. Sus obras triunfaron primero en Europa y luego en América. «Estrenó su primera sinfonía con un éxito extraordinario. Dio giras por todo el mundo. Era una persona admirada como un gran artista y un gran compositor. Con un éxito extraordinario entre las mujeres... Y de la noche a la mañana se lo arrebataron todo y le encerraron en este campo de concentración. Perdió todo», completa.
Este compositor, un hombre con una «capacidad para orquestar magnífica» (según Güell) fue uno de los autores más prolíficos dentro de Theresienstadt. «Brundibár», su obra más conocida, la perfección en el campo de concentración, donde la interpretó más de medio centenar de veces
Nuestro entrevistado sabe muy bien de lo que habla. Y ya no solo por su amplísimo conocimiento de la cultura musical, sino porque Krasa es uno de los principales protagonistas de su novela.
Pero Krasa no era el único de los grandes «maestros» que había en Theresienstadt. Otros músicos y artistas de talento como Gideon Klein (de tan solo 20 primaveras cuando llegó al campo de concentración), Pavel Haas o Viktor Ullmann también fueron recluidos en este lugar y, como no podía ser de otra forma, tienen un papel en «Los prisioneros del paraíso».
«Viktor Ullmann hacía críticas sobre las obras que se representan allí. Además, creó en el campo “El emperador de la Atlántida”. Ullmann compuso más en Theresienstadt que en toda su carrera hasta entonces», completa el director de orquesta.
La estafa
Los meses en Theresienstadt pasaban entre hambre y arte para los presos. Así fue hasta que la Cruz Roja Internacional informó, allá por 1944, de que iba a hacer una visita al campo de concentración para descubrir definitivamente las barbaridades que, según se decía, se estaban perpetrando en aquellas prisiones. Tan pronto como supo la noticia, el comandante del campo empezó lo que se llamó la «labor de embellecimiento» del lugar. Lo primero que hizo fue deportar a unos cinco mil judíos al este. Principalmente personas desnutridas y niños enfermos.
No acabó en ese punto su cruel trabajo. A continuación, acotó un camino que debería seguir la comitiva de la Cruz Roja que acudiría al campo (en la que habría tres personas) y ordenó llenar ese itinerario de falsas tiendas, bancos en los que sentarse y parques infantiles. Además, se repartió entre los reclusos pan recién horneado y verduras (alimentos que no habían comido en años) y se les ordenó que se vistieran con sus mejores galas. Finalmente, se les obligó a no decir absolutamente nada a los representantes bajo pena de muerte.
Tampoco desaprovecharon la oportunidad de tener en el campo a un director de la talla de Kurt Gerron y le ordenaron grabar la visita con imágenes seleccionadas de forma estratégica (entre ellas, niños jugando, o parejas haciéndose arrumacos).
Como no podía ser de otra forma, se ordenó también al «Freizeitgestaltung» que organizara un concierto. «Tocaron el Requien de Verdi para unas 2.000 personas. La comitiva quedó sorprendida por la calidad extraordinaria de la interpretación. Fue algo excepcional. Normalmente no tenían acceso tantas personas a los conciertos. Solo solían acudir el consejo de sabios, otros músicos, algunos oficiales nazis y unos pocos seleccionados», completa el autor de «Los prisioneros del paraíso».
El resultado fue un éxito rotundo para los nazis. Tal fue el calibre del engaño, que la delegación del la Cruz Roja Internacional afirmó que los prisioneros vivían en muy buenas condiciones para lo que se esperaba.
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