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lunes, 23 de enero de 2017

La dictadura le enseñó a robar al paraguayo, quizas al dominicano tambien


La prolongada dictadura del general Alfredo Stroessner no solo infundió el miedo mediante la cárcel, la tortura, el destierro y el asesinato, sino que también destruyó “el tejido moral de la nación”. A lo largo de 35 duros años de stronismo se enseñó a los paraguayos cómo robar y dejar robar. La conciencia del delito fue tan deteriorada que el latrocinio se consideró normal. Pese a las expectativas, el golpe militar de 1989 no trajo consigo “el saneamiento moral de la nación” sino, lamentablemente, tan solo la descentralización de la deshonestidad. Esta denigrante situación debe cambiar, por lo que se hace necesario que el pueblo paraguayo advierta que está aquejado de una grave enfermedad moral. Se impone que las personas de bien, indignadas por el envilecimiento que está pudriendo nuestra sociedad, hagan uso de la libertad de expresión, recurran a la prensa libre e independiente y, en fin, empleen todos los medios a su alcance para denunciar a los coimeros y ladrones de la función pública, diferenciarse de ellos y exigir que se les aplique la ley.
La prolongada dictadura del general Alfredo Stroessner no solo infundió el miedo mediante la cárcel, la tortura, el destierro y el asesinato, sino que también destruyó “el tejido moral de la nación”, como bien apuntaron alguna vez los obispos encabezados por el inclaudicable monseñor Ismael Rolón. El más perverso legado de la dictadura fue el profundo daño moral que infligió a nuestra sociedad y que aún no ha desaparecido.
El mandamás y sus secuaces, tanto civiles como uniformados, fueron corruptos y corruptores. El pueblo observaba azorado cómo, de la noche a la mañana, surgían magnates mediante el saqueo sistemático de fondos públicos, el contrabando de bebidas, de cigarrillos, de bienes suntuarios, de armas y de productos alimenticios, así como la legalización de autos robados en países vecinos y las triangulaciones ilícitas de productos agrícolas, entre otras fechorías.
Estas fueron solo algunas de las operaciones delictivas que los compinches de Stroessner emprendían sin siquiera tratar de ocultarlas porque el dictador les aseguraba la impunidad. Este país también se convirtió en un paraíso para los delincuentes extranjeros prófugos, sin perjuicio de que aquí, muchos de ellos, resultaran a su vez esquilmados por sus mismos protectores.
A lo largo de 35 duros años de stronismo se enseñó a los paraguayos cómo robar y dejar robar. Muchos se cansaron de ser honrados y otros tenían vergüenza de serlo, porque podrían ser considerados unos tontos o unas ovejas negras. Quien tenía un cargo público, por modesto que fuera, y contactos con los círculos del poder a través de amigos, de parientes o de amantes, tenía que aprovecharse. Era la regla moral instalada.
La conciencia del delito fue tan deteriorada que el latrocinio se consideró normal. Se llegó a asegurar, y a creer, que el soborno, la evasión de impuestos, la venta al Estado de bienes con sobrecostos y el contrabando, que Stroessner llamaba “el precio de la paz”, no perjudicaban a nadie. Más aún, se admiraba a los facinerosos porque eran capaces de “progresar”, gracias a su astucia y al buen manejo de sus relaciones.
Pese a las expectativas, el golpe militar de 1989 no trajo consigo “el saneamiento moral de la nación” sino, lamentablemente, tan solo la descentralización de la deshonestidad. La alternancia en el poder permitió hacer realidad aquello de que “ahora nos toca a nosotros”, traduciendo la nueva regla de respetar el turno para el saqueo público. El concejal que se enriquece ilícitamente recibiendo una coima para la habilitación de una estación de servicio o una parada de taxis suele alcanzar más prestigio social que el profesional estudioso o que el trabajador abnegado, a quienes no les sobran ingresos como para “ayudar” a la gente con dádivas. Los bandidos de guante blanco son respetados y si aspiran a ocupar un cargo electivo o a continuar en él, poco deben temer ser castigados con el voto.
Esta denigrante situación debe cambiar, por lo que se hace necesario que el pueblo paraguayo advierta que está aquejado de una grave enfermedad moral, inoculada hace décadas y hasta hoy no combatida por los sucesivos gobiernos que tuvimos. Como es improbable que este cambio sea impulsado desde arriba, porque allí es justamente donde abundan los corruptos, se impone que las personas de bien, indignadas por el envilecimiento que está pudriendo nuestra sociedad, hagan uso de la libertad de expresión, recurran a la prensa libre e independiente y, en fin, empleen todos los medios a su alcance para denunciar a los coimeros y ladrones de la función pública, diferenciarse de ellos y exigir que se les aplique la ley.
Las buenas intenciones deben traducirse en actos y no quedar estancadas en declaraciones formales. Y estos actos, a su vez, deben ser eficaces, instrumentos reales de lucha y victoria, sin quedar inmovilizados por el hastío, la apatía y el cansancio generalizado, propios de una sociedad descreída de sí misma. Se debe recuperar el entusiasmo y tener el coraje y la perseverancia necesarios para legar a nuestros descendientes una patria mejor que la que nuestra generación conoció.

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