Manuel Jabois.
El lugar más sencillo para entrar de forma ilegal en Estados Unidos desde México es el lugar en el que más muertes se producen. Se trata de la frontera de Arizona. Si uno escapa a la vigilancia de la American Border Patrol, sólo tiene que caminar para entrar en Estados Unidos. Allí espera el desierto: temperaturas extremas, lagartos venenosos, escorpiones, coyotes y montañas que acaban desorientando a los inmigrantes, enfrentados no sólo a la naturaleza sino a bandas organizadas. Se estima que al menos mueren un promedio de 170 inmigrantes al año, 223 en un año especialmente siniestro, 2010. Sin contar con los que se dejan de declarar.
Es una constante en el movimiento migratorio: cuando los Estados multiplican el celo en la frontera, obligan a los indocumentados a buscar lugares más peligrosos por los que entrar. El Gobierno Clinton construyó un muro entre Tijuana y San Ysydro en 1994; en 2002, Bush fortaleció las medidas de seguridad. Eso obligó a los inmigrantes a arriesgar más: en el desierto no hacía falta construir nada.
Esto recibe un nombre: arquitectura de extenuación, destinada a redirigir la acción del hombre que también ocurre en Europa, donde la hostilidad en tierra en las fronteras de Ceuta y Melilla, punto de entrada en Europa, lleva a miles de inmigrantes a enfrentarse a otro desierto: el mar. También allí, donde hay menos control como ocurre en Arizona, es donde más muertos se producen y donde los Estados menos tienen que responsabilizarse; se alega que la elección fue voluntaria y se rescatan y devuelven los cadáveres. Más de dos tercios de las muertes de inmigrantes y refugiados se producen en el Mediterráneo.
A esta arquitectura de los Estados le responde otra de los inmigrantes, la arquitectura de transgresión. En Arizona la policía fronteriza alisa la franja de tierra contigua a la barrera con neumáticos gastados para seguir después las huellas de los que entran. Por eso en los pueblos fronterizos mexicanos se vende tela de alfombra para pegar a la suela. Y para evitar los destellos del sol en los bidones blancos de agua (se estiman necesarios siete litros por persona para sobrevivir), esos bidones se pintan de negro.
España no es diferente. Todo esto lo ha estudiado a fondo la arquitecta Lucía Gutiérrez, colaboradora de la fundación porCausa. Lucía Gutiérrez lleva dos años investigando cómo la arquitectura se pone al servicio del control migratorio. En su trabajo Arquitectónica de la Exclusión repasa la historia de los Estados, las fronteras y los muros modernos que las sociedades han ido instalando en el último medio siglo hasta llegar a “una nueva tipología arquitectónica, la que prevalece y ordena las relaciones entre los seres humanos: la arquitectura de la exclusión”, explica Gutiérrez. Su interés empezó en 2015, cuando se encontraba en los campamentos de migrantes de Calais. Calais, como Gurugú, se enmarca en la arquitectura de espera: ocurre cuando el movimiento migratorio se ve interrumpido.
Desde ese año Gutiérrez analiza los diferentes campos de esta nueva arquitectura que redefine la sociedad; una arquitectura no sólo física. “Está el racismo”, explica la autora del trabajo, pero también el “antirracismo”, en palabras del profesor de Antropología Manuel Delgado: es la actitud que reclama tolerancia y respeto hacia quienes no son como la mayoría “y hacia quienes se aplica todo tipo de denominaciones de origen especiales (…) que confirman la situación de excepcionalidad en que se encuentran atrapados”. Delgado defiende que esa postura antirracista que alardea de apertura y comprensión es otra forma de designar a “otros” frente a “nosotros”. La tolerancia, explica en Sociedades movedizas (Anagrama, 2007), “es de por sí un concepto que ya presupone la descalificación del otro”.
La expresión más brutal del “otros” frente al “nosotros” es un muro. La relación que establece con quienes quieren superarlo. Desde que se empezaron a construir las vallas de Ceuta y Melilla, los inmigrantes han ido adaptándose a las dificultades que progresivamente ha puesto el Estado.
En Melilla hay tres vallas, dos de seis metros. En medio hay un obstáculo más, llamado sirga tridimensional: diez kilómetros de cable trenzado que impide caminar por el suelo para acercarse a la última valla, inclinada hacia el lado de Marruecos para que sea más difícil saltarla. Todas las modificaciones arquitectónicas de España (74 millones de euros gastados desde 2005; prácticamente la mitad en la sirga de Melilla) para impedir la entrada de inmigrantes funcionaron en un primer momento y fueron paulatinamente superadas.
Por ejemplo, cuando al alambre cada vez más tupido le sustituyó una malla antitrepa por la que prácticamente no cabe nada, se fabricaron ganchos y zapatillas a las que clavaban clavos con los que poder aferrarse y escalar. La arquitectura modifica la relación del hombre con su entorno: la mejora incluso aunque la arquitectura sea hostil con él. La noticia de la instalación de la sirga en Melilla tuvo impacto tecnológico; aquello supuestamente acabaría con los saltos. La empresa Proteycsa ensayó la seguridad con alpinistas, que tardaron unos quince minutos en completar el proceso de salto de las tres vallas. En la actualidad, tras una década de ensayo y error, acuciados por la desesperación, los inmigrantes pueden llegar a completar el salto en apenas unos minutos. La sirga, el cable trenzado por el que se dijo que Estados Unidos se había interesado cuando se empezó a instalar en España, sirve a los inmigrantes para impulsarse a la otra valla.
En medio, las cuchillas de las concertinas funcionan como el elemento más agresivo arquitectónicamente de la exclusión, instalado para contener hiriendo o matando (en 2009 Sambo Sadiako, un senegalés de 30 años, falleció desangrado; "el inmigrante falleció en la concertina de la segunda valla, que terminó cortándole una de las arterias, causándole la muerte por pérdida masiva de sangre”, dijo la autopsia). Se instalaron en 2005 bajo escándalo social y fueron retiradas en 2007 —no todas— para volver a ser colocadas en 2013.
Lucila Rodríguez-Alarcón, directora de porCausa, cree que “las políticas migratorias actuales que se basan en intentar poner freno a estos movimientos están consiguiendo principalmente incrementar los flujos a través de mercados negros y vapulear las bases de los derechos humanos de millones de personas”. Desde porCausa se defienden movimientos migratorios más previsibles y abundantes. “Para eso hace falta que se hable de la migración con claridad y de una forma documentada, evitando los enfoques caritativos y luchando contra los discursos demagógicos antimigratorios”, sentencia Rodríguez-Alarcón.
Pocas iniciativas mejor resumidas que la emprendida por la arquitecta Lucía Gutiérrez en el concurso What Design Can Do, la iniciativa promovida por ACNUR e Ikea para convertir el diseño en algo útil en relación a los refugiados. Gutiérrez presentó exactamente el mismo folleto que reparte Ikea con sus muebles para construirlos, pero en lugar de eso proponía, con herramientas y dibujos, la deconstrucción de la valla de Ceuta y Melilla. De 631 propuestas recibidas, la propuesta quedó en el lugar 614.
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