Julián BallesteroLos dictadores tienen por norma apropiarse de la historia. Ese afán es como una enfermedad que les identifica, una marca de la casa. No se ha dado en los últimos siglos el caso de ningún sátrapa que haya renunciado a esa prerrogativa y haya respetado la memoria de los demócratas que le han antecedido en el poder.
En ese terreno, Francisco Franco siguió a rajatabla el manual de los tiranos y convirtió el culto a su persona en una ley infranqueable, nunca mejor dicho. Calles, plazas, monumentos, inscripciones y estatuas a lo largo y ancho de toda la geografía española dieron cuenta de ese desmedido interés por perpetuar la ´gesta´ de los golpistas del 36, un homenaje que el general compartió con quienes le acompañaron en la sublevación.
E igual que los dictadores se han empeñado siempre en pasar a la posteridad mancillando el recuerdo de las democracias, cuando han perdido el poder han sido los demócratas de todo el mundo quienes se han ocupado de restituir la memoria colectiva y han borrado de forma sistemática los vestigios de su vanidad. Así ha ocurrido con los líderes del comunismo en toda la Europa del Este y con Adolf Hitler en Alemania, de cuya exaltación pública no queda rastro en las calles y monumentos de los países que sometieron bajo el yugo de su totalitarismo.
Desde ese punto de vista, la Ley de la Memoria Histórica promovida por José Luis Rodríguez Zapatero se encuadra en el curso habitual de los acontecimientos en un país que sale de una dictadura, solo que el ex presidente leonés llegó al tren con treinta años de retraso y además aprobó una norma plagada de estupideces, cuyo objetivo no era tanto borrar los símbolos de la veneración por Franco como cambiar el signo de la historia y remover las cenizas ya frías de la guerra civil.
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