"Esta realidad democrática no solo no es el paraíso sino que puede llegar a ser el infierno. Hay corrupción, falta de transparencia, de vitalidad de las democracias, y eso lleva a los jóvenes a volcarse en la indiferencia y el desprecio por lo social y lo político... piensan que es una pérdida de tiempo, que todos los políticos son corruptos. Esa actitud cínica a la que han llegado tan pronto es peligrosa para el futuro de la democracia, de la libertad, de todo lo que nos ha sacado de la barbarie." Mario Vargas Llosa, 2014
Es recurrente la idea de contraponer la corrupción privada a la otra corrupción, la pública. Si ambas persisten en las estructuras sociales y políticas, siguiendo esa contraposición, no hay por qué alarmarse. Y el debate se reduce -simplemente- a determinar una métrica que permita establecer en cuál de esos ámbitos la degradación es superior. Como si se tratara de realidades que pudieran ser consideradas como independientes, cuando de hecho existe una fuerte conexión que las atrapa en una misma lógica. Un verdadero «cambalache». La economía no está dirigida al estudio de lo que debe ser, o lo normativo. Es una disciplina social que no hace juicios de valor sobre la conducta humana en el campo económico; en consecuencia, es -desde el punto de vista filosófico- una ciencia positiva. Sin embargo, al condenar la corrupción, basados en la lógica económica, no se está emitiendo un juicio de valor, se está diciendo que dados ciertos objetivos, como el desarrollo económico y la igualdad de oportunidades, es una mala práctica, pues es incompatible con esos objetivos. Pero, esto no quiere decir que no sea moralmente condenable -que lo es-, sino que esos valores morales están asociados a unos efectos económicos muy dañinos. Muchos analizan a la economía como si tuviese un carácter conspirativo, y entienden que la desigualdad social es resultado de la maldad humana. Y quizás sea oportuno preguntarse por qué esa maldad humana se expresa de manera tan diferente en los países desarrollados, en donde los seres humanos, por lo general, disfrutan de condiciones de vida dignas, mientras que en los países subdesarrollados la pobreza y la exclusión son la norma. ¿Por qué hacemos las cosas de maneras tan diferentes? Aunque la conducta humana es compleja, la respuesta es simple: los hombres y mujeres como entes económicos definen su conducta en el contexto de la estructura de incentivos. La acción humana, como diría Von Mises, solo toma lugar cuando el sujeto actuante entiende que mejora su posición de bienestar; de lo contrario, no hay razón para cambiar de posición. Es dentro de esa estructura de incentivos que deben ser evaluadas tanto la corrupción privada como la ‘otra corrupción' (¿por qué dará tanto trabajo llamar por su nombre a la corrupción pública?). En nuestro país, las fallas institucionales -impunidad, entre ellas- han incentivado el florecimiento de la corrupción, pues los agentes económicos optimizan su bienestar a partir de las oportunidades que perciben en su entorno, y grupos importantes perciben que la corrupción puede ser un gran negocio ante la ausencia de un régimen de consecuencias. El problema es que una gestión económica -pública o privada- que tenga como referente importante a las prácticas de corrupción distorsiona y degrada la capacidad de una economía para alcanzar niveles superiores de desarrollo. Y las políticas públicas han hecho muy poco para cambiar esa realidad. Nos preguntamos: ¿es la corrupción privada quien determina a la pública, o viceversa? Si bien es cierto que ambas se retroalimentan mutuamente, la gestión pública es la que crea las condiciones para que la contraparte privada perciba las oportunidades de corrupción. Pero se debe aclarar que no toda la corrupción pública requiere de una contraparte privada. Un funcionario público no puede justificar la corrupción administrativa por el hecho de que haya también corrupción privada. Moral y legalmente ambas son repudiables. La mayor gravedad de la corrupción pública se deriva del hecho de que el funcionario tiene la obligación de garantizar el uso correcto de los recursos públicos y de rendir cuentas al país. Es una responsabilidad indelegable, ni transferible a su contraparte privada. En definitiva, no están en los mismos niveles de compromiso público. Con frecuencia se escuchan las quejas de la voracidad que se les atribuye a inversionistas extranjeros que llegan al país y son capaces de conseguir contratos con el Estado Dominicano en condiciones sorprendentemente ventajosas. Ya sea en la infraestructura física, en el turismo, en la industria eléctrica, o en cualquier otro sector, si se han logrado contratos que parecen estúpidos desde el punto de vista del interés público es porque al menos un funcionario público ‘inteligente' ha resultado beneficiado. Esos contratos no pueden ser firmados unilateralmente. Solo son posibles en contubernio con la autoridad que lo permite.
@pedrosilver31
Es recurrente la idea de contraponer la corrupción privada a la otra corrupción, la pública. Si ambas persisten en las estructuras sociales y políticas, siguiendo esa contraposición, no hay por qué alarmarse. Y el debate se reduce -simplemente- a determinar una métrica que permita establecer en cuál de esos ámbitos la degradación es superior. Como si se tratara de realidades que pudieran ser consideradas como independientes, cuando de hecho existe una fuerte conexión que las atrapa en una misma lógica. Un verdadero «cambalache». La economía no está dirigida al estudio de lo que debe ser, o lo normativo. Es una disciplina social que no hace juicios de valor sobre la conducta humana en el campo económico; en consecuencia, es -desde el punto de vista filosófico- una ciencia positiva. Sin embargo, al condenar la corrupción, basados en la lógica económica, no se está emitiendo un juicio de valor, se está diciendo que dados ciertos objetivos, como el desarrollo económico y la igualdad de oportunidades, es una mala práctica, pues es incompatible con esos objetivos. Pero, esto no quiere decir que no sea moralmente condenable -que lo es-, sino que esos valores morales están asociados a unos efectos económicos muy dañinos. Muchos analizan a la economía como si tuviese un carácter conspirativo, y entienden que la desigualdad social es resultado de la maldad humana. Y quizás sea oportuno preguntarse por qué esa maldad humana se expresa de manera tan diferente en los países desarrollados, en donde los seres humanos, por lo general, disfrutan de condiciones de vida dignas, mientras que en los países subdesarrollados la pobreza y la exclusión son la norma. ¿Por qué hacemos las cosas de maneras tan diferentes? Aunque la conducta humana es compleja, la respuesta es simple: los hombres y mujeres como entes económicos definen su conducta en el contexto de la estructura de incentivos. La acción humana, como diría Von Mises, solo toma lugar cuando el sujeto actuante entiende que mejora su posición de bienestar; de lo contrario, no hay razón para cambiar de posición. Es dentro de esa estructura de incentivos que deben ser evaluadas tanto la corrupción privada como la ‘otra corrupción' (¿por qué dará tanto trabajo llamar por su nombre a la corrupción pública?). En nuestro país, las fallas institucionales -impunidad, entre ellas- han incentivado el florecimiento de la corrupción, pues los agentes económicos optimizan su bienestar a partir de las oportunidades que perciben en su entorno, y grupos importantes perciben que la corrupción puede ser un gran negocio ante la ausencia de un régimen de consecuencias. El problema es que una gestión económica -pública o privada- que tenga como referente importante a las prácticas de corrupción distorsiona y degrada la capacidad de una economía para alcanzar niveles superiores de desarrollo. Y las políticas públicas han hecho muy poco para cambiar esa realidad. Nos preguntamos: ¿es la corrupción privada quien determina a la pública, o viceversa? Si bien es cierto que ambas se retroalimentan mutuamente, la gestión pública es la que crea las condiciones para que la contraparte privada perciba las oportunidades de corrupción. Pero se debe aclarar que no toda la corrupción pública requiere de una contraparte privada. Un funcionario público no puede justificar la corrupción administrativa por el hecho de que haya también corrupción privada. Moral y legalmente ambas son repudiables. La mayor gravedad de la corrupción pública se deriva del hecho de que el funcionario tiene la obligación de garantizar el uso correcto de los recursos públicos y de rendir cuentas al país. Es una responsabilidad indelegable, ni transferible a su contraparte privada. En definitiva, no están en los mismos niveles de compromiso público. Con frecuencia se escuchan las quejas de la voracidad que se les atribuye a inversionistas extranjeros que llegan al país y son capaces de conseguir contratos con el Estado Dominicano en condiciones sorprendentemente ventajosas. Ya sea en la infraestructura física, en el turismo, en la industria eléctrica, o en cualquier otro sector, si se han logrado contratos que parecen estúpidos desde el punto de vista del interés público es porque al menos un funcionario público ‘inteligente' ha resultado beneficiado. Esos contratos no pueden ser firmados unilateralmente. Solo son posibles en contubernio con la autoridad que lo permite.
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