El mundo del deporte ha presentado muchos personajes que se ganaron el odio del público, de sus colegas y de los medios por sus actitudes. Algunos en esta lista podrían ser John McEnroe en el tenis, aunque en este caso sus actos se limitaban a maltratar periodistas oárbitros y con el tiempo dio vuelta la situación, logrando que todo sea parte del show, Vinnie Jones, futbolista inglés que carga con el extraño récord de haber visto la tarjeta roja a los 3 segundos por una alevosa patada a un rival, o Ron Artest, jugador de la NBA que una noche en Detroit se peleó con varios espectadores.
Sin dudas uno que se lleva todos los honores en este aspecto es John
Brisker, un basquetbolista que vivió la época dorada de la American Basketball
Association (ABA) y tuvo un breve andar
por la NBA para luego desaparecer de manera misteriosa. Al día de hoy no se
sabe absolutamente nada de él y alrededor de su nombre se tejen mitos bastantes
macabros.
A lo largo de su estadía en la liga que intentó competir con la NBA durante
la década del 70, Brisker sólo acumuló enemigos y la mayoría de ellos blancos
porque era un racista declarado. El primer equipo que lo contrató fue
Pittsburgh Pippers y rápidamente mostró su mal carácter. Durante un partido de
pretemporada se encargó de pegarle a todo lo que se moviera y anduviera cerca
sin importar que camiseta tuviera. A partir de ese momento comenzó a hacerse un
nombre.
Su tiranía alcanzaba tal grado de violencia que todos le temían. Desde sus
compañeros o el cuerpo técnico hasta los dirigentes. Era una bestia
incontenible de furia sin límites y dispuesta a todo. Medía 1.95 metros, pesaba
110 kilos de sólida masa muscular y era casi imposible de controlar.
Una de las tantas anécdotas que rodean al nacido en los complicados barrios
bajos de Detroit ocurrió en un entretiempo. Luego del descanso los Pittsburg
Condors (nueva denominación de los Pippers), salieron a jugar la segunda mitad.
Había algo que estaba mal. Él junto a uno de sus compañeros no aparecían, lo
que producía mucho revuelo en el banco de suplentes ¿La razón? Brisker estaba
moliendo a palos a un jugador de su equipo en el vestuario y nadie lo podía
detener sin poner en riesgo su físico.
A la hora de los golpes el alero no se hacía esperar. En 1971 durante un
encuentro contra Denver Rockets a los dos minutos le propinó un brutal codazo a
un tal Arte Becker sin razón alguna. Uno de los árbitros inmediatamente expulso
a Brisker, pero a este no le importó. Estaba decidido a continuar castigando al
pobre Becker. Ambos planteles no protegieron al castigado, sino que trataron de
detener al castigador. A duras penas lo hicieron. Meses antes de este hecho
había agredido a un taxista. Fue detenido por tres policías y dos de ellos
tuvieron que ser hospitalizados.
Una de sus victimas preferidas para maltratar fue Walter Szczerbiak, un
novato con el que compartía posición y que nunca le cayó bien. “Tuve que
defender a Brisker en todos y cada uno de los entrenamientos. Era difícil. Yo
quería jugar pero tenía miedo. Brisker era rápido, agresivo, fuerte como un
toro, pero sobre todo tenía mala actitud. Cada vez que le hacías una falta
parecía un boxeador que venía por vos. No soportaba que nadie lo tocara, que
simplemente compitieras con él”, comentaba el padre de Wally, ex jugador de la
NBA.
Al grado de violencia natural había que sumarle la cocaína que ingería, lo
que ayudaba a que la situación fuera aún peor. Era normal que llegará a los
entrenamientos con los ojos rojos y con un arma, la que estaba dispuesta a usar
de ser necesario. Alguna vez amenazó al entrenador y en otra ocasión casi se
tirotea con un guardaespaldas ex jugador de football americano que le habían
puesto para intentar controlarlo. Por suerte lo detuvieron antes que accionara
el gatillo.
La intimidación no sólo se limitaba a sus colegas, sino que hizo sufrir a
Jack Dolph, comisionado de la ABA. Un año participó en una edición del Juego de
las Estrellas. Llegó al estadio listo para jugar. No habló con nadie, hizo lo
suyo adentro de la cancha sin demasiado entusiasmo y cuando terminó salió
furibundo hacía las tribunas.
“¿A quién estas buscando?”, preguntó como pudo Van Vance, locutor del
estadio. “A Dolph, maldita sea. Quiero mi dinero aquí y ahora”. Todo esto
mientras en el centro de la cancha se premiaba al mejor jugador. “Quiero mis
300 dólares”, gritó Brisker cuando encontró al máximo directivo, que balbuceó
algunas palabras como respuesta. “Jugué el partido. Quiero mis 300 dólares por
haberlo jugado ¡Quiero mi dinero ahora!”, insistió cada vez más enojado el
basquetbolista. A Dolph le corría un sudor frío por la espalda. Metió la mano
en el bolsillo y sacó un puñado de billetes. Brisker los metió en su bolso y sin
cambiarse se retiró del estadio. La seguridad ni siquiera atinó a detenerlo.
En cada aparición sembraba miedo. Hasta que un día recibió una dosis de su
propia medicina. Dallas Chaparrals llegaba a su visita contra Pittsburg con 7
derrotas seguidas, por lo que estaba urgido por ganar. “Sentí que tenía que
hacer algo drástico para cambiar la situación. Brisker se había estado metiendo
con nosotros todo el año y recordarlo me enfado mucho”, comentó el entrenador
de los texanos Tom Nissalke.
“El primero de todo este vestuario que consiga tumbar a Brisker se llevará
500 dólares limpios”, dijo el director técnico ante sus dirigidos. “¿Puedo
jugar de titular?”. Con esta pregunta un tal Lenny Chapell, un oscuro suplente,
rompió el silencio imperante. Nissalke vio a su jugador motivado y le contestó
de manera afirmativa.
Chapell quedó cara a cara con su victima en el saltó inicial. Mientras la
pelota estaba en el aire el alero le espetó sin ningún tipo de sutileza un
furibundo puñetazo en la cara a un indefenso Brisker, que cayó al piso doblado
de dolor. Mientras tanto Chapell casi en tono de burla lo invitaba a pelear. El
agresor no fue expulsado porque los jueces estaban siguiendo el balón.
La droga iba ganando la batalla y el básquet ya no era una prioridad para el
protagonista de esta historia. A pesar de esto dejó la ABA de manera ilegal y,
tras amenazar de muerte a su representante, ingresó a la fuerza a los Seattle
Supersonics de la NBA. Irónicamente allí su entrenador fue Nissalke.
Luego de dos temporadas (1973-1975) con más pena que gloria en los
Supersonics lo echaron. A los 29 años su carrera deportiva estaba acabada y
nadie quería saber más nada de él. Dijo que se iba a dedicar al negocio de la
exportación e importación, aunque no hay registros de ningún tipo de
transacción que lo haya involucrado.
Le confió a Khalilah Rashad, su pareja, por lo menos en Seattle, y madre de
su única hija, que se iba a Uganda. Muy probablemente desdeKampala,
capitán ugandesa, le dejó un mensaje en su contestador a Fred Crabwell, ex
relacionista público de los Pittsburg Condors. Por los ruidos de fondo daba la
sensación que estaba en el medio de algún lugar caótico, como si hubiera una
revolución o una guerra.
A partir de ese momento todo lo relacionado a Brisker es leyenda y
prácticamente no hay ningún dato concreto. Una de las primeras cosas que se
dijo fue que en realidad se había ido a Guyana y que se involucró en la secta
Templo de Dios, liderada por el reverendo Jim Jones. Esto hacía suponer que fue
uno de los 918 que murió en lo que fue el mayor suicidio colectivo de la
historia. Cuando el FBI dio a conocer el listado definitivo de victimas, su
nombre no figuraba, con lo cual la hipótesis se descartó.
Otra teoría afirma que en Uganda se convirtió en mercenario y trabajó con Idi Amin Dada, un
sanguinario, racista, caníbal y analfabeto dictador que se hacía llamar Su Excelencia el Presidente Vitalicio,
Mariscal de Campo AlHadji Doctor Idi Amin, Señor de todas las bestias de la
Tierra y de los peces del Mar y Conquistador del Imperio Británico en África y
Uganda y Rey de Escocia. Aquí la historia se
bifurca para llegar a un mismo final: la muerte.
Una vertiente sostiene que Brisker fue asesinado a hachazos por un grupo
opositor que derrocó a Dada, ex campeón de los pesos pesados en su país, y que
su cuerpo fue desmembrado y lanzado en alguna selva inhóspita. Esta es la más
aceptada por los investigadores. La segunda variante es más o igual de
truculenta. Habría tenido una fuerte discusión con el dictador, apodado el
Hitler africano, por lo que este decidió matarlo y comerse su corazón, ritual
habitual del tirano con quien consideraba su enemigo.
La última posibilidad es que siga con vida y haya cambiado su identidad. Es
poco probable, pero no se descarta. Cualquiera haya sido su suerte, tanto el
FBI como el Departamento de Estado de los Estados Unidos quedaron completamente
desconcertados con respecto a su paradero. Es por eso que en 1985 el Tribunal
Forense del Estado de Washington lo declaró fallecido a los 38 años, edad que
tendría en ese momento.
En 2004 el periodista Robert Jamieson del diario Seattle Post-Intelligencer
se internó en lo profundo de la selva ugandesa tratando de conseguir alguna
información concreta. No halló nada. Si alguien abría la boca al respecto era
para contestarle que “probablemente este muerto”.
Todavía hoy cuando alguien que vivió la psicodélica época de la ABA escucha
mencionar a Brisker vuelve a sentir miedo. Es como si su figurar siguiera
sembrando el terror a pesar de no estar, por lo menos legalmente, en el mundo
de los vivos.
Foto 1: John Brisker en acción en un partido de la ABA (remembertheaba.com)
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