OPINIÓN
9 Junio 2014, 10:38 PM
Por LUIS R. DECAMPS R.
En un hecho verdaderamente pasmoso -por no decir macondiano-, pero en pleno siglo XXI, a cincuenta y cuatro años del ajusticiamiento del dictador Rafael Leónidas Trujillo Molina, hay gente que intenta darle vigencia a las matrices doctrinarias y conductuales del régimen político que él encabezó como presuntas “soluciones” para la delincuencia, la corrupción pública y privada, el irrespeto a las reglas de Derecho y la impunidad que hoy acogotan a la República Dominicana.
El fenómeno, ciertamente, no sólo es perceptible como expresión de una forma marginal de pensar y calibrar la realidad nacional, sino que a veces -sobre todo cuando algún problema social luce insoluble con el instrumental de la democracia- asume la forma de una racionalidad coyunturalmente preponderante con la anuencia -en ocasiones no sin un dejo de insensata hilaridad- de determinados círculos del partidarismo y la comunicación .
La verdad es, no obstante, que los dominicanos de convicciones democráticas y antiautoritarias deberíamos observar con inquietud el fenómeno de marras porque, más allá del ruido de orfeón desafinado que le introduce al debate histórico y al laborantismo político, se trata de una peligrosa aberración de conciencia que podría realimentar conceptualmente y darle algún grado de aquiescencia irresponsable a la cadavérica pero insepulta tendencia del trujillismo histórico.
En principio lo que se veía era una reticente y alicaída fracción de la sociedad dominicana cuyos integrantes, una vez desaparecido el “jefe”, se disfrazaban de acuerdo con las circunstancias (unos se hicieron perredeístas, otros comunistas y los más balagueristas, todos de nombres y apellidos sonoros y conocidos), y que cada vez que la democracia entraba en un ciclo de crisis o de problemática que parecía insuperable asomaba la cabeza para, tratando de ponernos a mirar hacia el pasado y no hacia el futuro, “recordarnos” las alegadas bondades del régimen que aquel encabezó.
Ya no se trata, empero, sólo de esa gente, pues ahora reclaman y proclaman militancia en la referida tendencia novedosos prosélitos: ciudadanos sin referencias históricas o convicciones democráticas “formados” en la escuela política balaguerista de la sobrevivencia personal; guardias y policías -junto a familiares y amigos cercanos- salidos de las “academias” uniformadas que aún se manejan con programas y mentalidad trujillistas; antiguos revolucionarios de extracción estalinista avecinados al poder; y un montón de paniaguados -en general pazguatos y disparatosos de baja ralea, pero por veces también gente con credenciales morales, académicas o culturales- cuya forma de vida está vinculada a los anteriores o que sencillamente dependen de sus favores.
(El autor de estas líneas no se cuenta entre los que se espantan y persignan ante la agitación de los fantasmas del trujillismo en la política dominicana -inclusive, cree que las disposiciones legales que lo prohíben son un anacronismo antidemocrático-, pero debe reconocer que las mencionadas matrices de pensamiento y conducta han estado cobrando fuerza en nuestra sociedad en los últimos años, hasta tal punto que de los esporádicos arrebatos de nostalgia trujillista ya hemos pasado a una cierta inclinación a excusar y hasta reivindicar aquel nefasto régimen de fuerza).
Es así, pues, como cada día somos testigos de reiterativos intentos de “humanización” y potabilización de la tiranía (invocando su supuesta “parte positiva” o lo “comprensible” de muchos de sus actos de criminalidad, y ocultando o tratando de suavizar sus oprobiosos caracteres fundamentales) y, con desenfadado verbo de profetastro, sugiriendo que el país reasuma algunas de sus “concepciones” sobre la sociedad dominicana o sus “métodos” de gobierno, todo bajo el alegato de que nuestro Estado democrático no funciona o no es lo suficientemente efectivo frente a males como los mencionados precedentemente.
Negar que la democracia dominicana tiene mucho de caricatura (en lo político y lo económico sobre todo) y que exhibe debilidades estructurales que dan pie a la crítica y a la desilusión, obviamente sería faltarle a la verdad (¿cómo ignorar la podredumbre ética del partidarismo, las grietas del Estado de Derecho o la ineficiencia de las instituciones?). Pero de ahí a considerar que deba ser sustituida por un sistema de perfil trujillista hay mucho trecho, y no sólo porque sería una “vuelta de tuerca” histórica inaceptable sino también en razón de que tal pretensión tiene una base fofa: casi todas las bondades que se le atribuyen al “jefe” y su regencia son apócrifas.
Los que hablan de volver el rostro a los “métodos” del trujillismo (antiguos beneficiarios directos y sus descendientes, tarugos que no tienen la menor idea de lo que aconteció durante la “era”, o “chercheros” calaveras enquistados en los medios de comunicación) silencian adrede el origen político criminal de ese régimen, y no mencionan para nada, verbigracia, que la campaña electoral de 1930 se desarrolló en un ambiente de represión que provocó el retiro de don Federico Velásquez, contendor de Trujillo (entonces principal jefe militar del país), y que la “victoria” de éste se consumó con base en la extorsión, el fraude y la amenaza de las bayonetas.
Igualmente, esos marchantes ocultan de manera deliberada la cleptomanía de Trujillo, quien se vio envuelto en actos de ratería desde su mocedad y, luego, ya siendo alto militar, hizo sus “progresos” materiales apoderándose de fondos públicos a través del cohecho o con la intermediación inmoral de terceros, conducta delictiva que coronaría como mandatario despojando de propiedades, por medio de presiones o del simple apoderamiento, a una gran cantidad de familias dominicanas en todo el país.
En sentido análogo, esa gente intenta sabichosamente echar al saco del olvido la personalidad cerril y autocrática de Trujillo (manifiesta tanto en el trato a sus críticos políticos como en las relaciones personales y familiares: hasta sus hermanos tenían que llamarlo “jefe”), y no recordar para nada su ridícula megalomanía (cambió la denominación oficial de la ciudad de Santo Domingo y llenó el territorio nacional de estatuas suyas e infraestructuras con su nombre o el de sus progenitores y descendientes directos) y su narcisismo patológico.
Asimismo, esos defensores de la “parte positiva” del despotismo trujillista apenas mencionan anecdóticamente (porque no hay manera de ocultarlo) la estela de sangre que dejó el “jefe” en su paso por el poder (desde Virgilio Martínez Reyna y su esposa en 1930 hasta los patriotas del 14 de junio de 1959), y tratan de minimizar la dimensión y el impacto socio-histórico de los encarcelamientos, las torturas y las humillaciones de que fueron objeto los opositores que estuvieron al alcance de su aparato represivo (desde Nigua hasta “La 40”, para no citar nombres).
Más aún, hay gente que desea que no recordemos que la maquinaria despiadada y criminosa del trujillismo actuó con igual saña en otras latitudes: el asesinato de Mauricio Báez en La Habana (1950), el golpe de Estado contra el presidente Jacobo Arbenz en Guatemala (1954), el secuestro en Nueva York y posterior asesinato de Jesús de Galindez (1954), el asesinato de José Almoina en México (1960), el atentando contra Rómulo Betancourt en Venezuela (1960), etcétera.
En suma: la simple realidad histórica es que Trujillo encabezó un régimen despótico y salvaje que se entronizó a fuerza de represión y compra de conciencia, liquidó las libertades públicas, creó un Estado policial y totalitario, convirtió el país en una suerte de feudo personal, degradó la dignidad y el decoro de individuos y familias, persiguió y mató a sus adversarios, y -con algunas excepciones- sumió en la miseria material y la abyección espiritual a los dominicanos... Si hay algún otro régimen trujillista (uno que pueda ser emulado, elogiado o excusado), entonces no fue el de la República Dominicana desde 1930 hasta 1961: debió existir en Marte o en Neptuno.
Y para completar el cuadro de la verdad, es necesario decir otra cosa: por más que se intente evadir la cuestión para no politizar el debate, es imposible no ver que todo ese renacimiento de la ideología trujillista se ha producido básicamente bajo los gobiernos del PLD y que, además, los propulsores del mismo han sido figuras vinculadas al partido fundado por Juan Bosch o a sus gobiernos. O sea: irónicamente el resurgir del pensamiento trujillista no se produjo durante las administraciones del doctor Joaquín Balaguer (ideólogo del régimen y compinche del caporal de San Cristóbal) y -en cambio- encontró terreno fértil en los gobiernos de una organización fundada por el ilustre polígrafo de La Vega (exiliado de larga data y adversario del “jefe”).
El doctor Balaguer, acaso porque desde que Trujillo cayó abatido y exánime en la antigua carretera del Sur trató de sacudirse el lodo y el hedor de la tiranía (hasta el extremo de que en “La palabra encadenada” hace su propio exorcismo como experimentado chamán de las letras y la política), si bien les brindó protección directa o indirecta, mantuvo a raya a sus personeros y alabarderos en cuanto a la difusión de sus añoranzas y a la reivindicación de sus doctrinas: muchos fueron funcionarios de los gobiernos reformistas, pero actuaban como si un acuerdo tácito de silencio les impidiera darles riendas sueltas a sus recuerdos melancólicos de la “era”.
En las administraciones del PLD -tres del doctor Leonel Fernández y una del licenciado Danilo Medina-, por su parte, algunos de los más prominentes nostálgicos del trujillismo han ocupado puestos de principalía y disfrutado de libertad para hacer el elogio de la “era” (de manera abierta o parapetados tras la alegada “necesidad” de decir la “verdad histórica”), y muchos de sus familiares, seguidores y subalternos se han encargado de satinar sus puntos de vista e incluso perifonearlos en medios de comunicación vinculados al gobierno.
(Tamaño dislate histórico, desde luego, sólo puede prender en una sociedad sin memoria histórica, abobada por un gran déficit de cultura y con una “clase” política mentalmente minusválida: es como si los alemanes inconformes con la democracia estuvieran apostando por una resurrección del Tercer Reich, los italianos descontentos plantearan la reinstalación del régimen fascista de Benito Mussolini, los rumanos hastiados invocaran la necesidad de revivir la administración de Nicolai Ceausescu o los haitianos disgustados proclamaran que hay que retornar al estado de cosas que existía durante el desgobierno de Francois -Papadoc- Duvalier).
¿Nos dejaremos arrastrar hacia el oscuro torbellino del pasado sólo porque los gobiernos del PLD han fracasado en el manejo de algunos problemas nodales de la vida social? ¿Permitiremos que nos conduzcan como borregos a la marisma del autoritarismo únicamente porque algunos nostálgicos de la dictadura tienen preeminencia en resortes del Estado que influyen sobre la racionalidad colectiva? ¿Aceptaremos que nos impongan sus salvajadas antidemocráticas ciertos cabezas huecas del presente que están en posesión de los principales medios de comunicación del país o tienen acceso a ellos a través de la interactividad? Cada quién es libre de elegir su postura en ese sentido, pero no a costa de la verdad o de la falsificación de la Historia.
Por último, una recomendación que no se ha pedido, pero que procede: los postulantes del retorno a los “métodos” de Trujillo deberían ahorrarse el argumento para tontos de que “nada más” están invocando la “parte positiva” de su régimen, porque si la Historia se tratara de eso todos podríamos dedicarnos a buscar y encomiar el “lado bueno” de Luzbel, Nerón, Jack el Destripador o don Adolfo... Aunque en el caso de este último, el autor confiesa que lo haría no sólo para hacerse también el idiota sino para, de paso, reivindicar a la bella y discreta Eva Braun.
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