La Unión Europea que hoy conocemos pudo haber echado a andar más de 20 años antes de la firma del Tratado de Roma de 1957. A comienzos de los años 30 existía ya un proyecto, plasmado negro sobre blanco, para lograr la integración de los estados del viejo continente, que incluía tanto unión aduanera como monetaria e, incluso, la adopción por los ciudadanos de una «nacionalidad europea».
Documentos que permanecieron amontonados bajo el polvo en un archivo de Bélgica revelan lo detallada que estaba la propuesta, impulsada en buena medida por los internacionalistas Paul Otlet –considerado el padre de la ciencia de la Documentación y precursor de la World Wide Web en la que se basa internet– y Henri La Fontaine, premio Nobel de la Paz en 1913. La subida al poder en Alemania de Adolf Hitler hizo embarrancar el plan.
El catedrático de Biblioteconomía y Documentación de la Universidad Complutense de Madrid Félix Sagredo descubrió los papeles de aquel embrión de Unión Europea en los años 80, olvidados en el Mundaneum de la ciudad belga de Mons. Este es un centro creado precisamente por Otlet y La Fontaine a principios del siglo pasado con la aspiración de concentrar en él el conocimiento global y archivarlo de acuerdo al sistema de Clasificación Decimal Universal que ellos mismos impulsaron.
Sagredo recibió entonces parte de esa documentación y la ha conservado en sus manos con el propósito de elaborar una tesis doctoral sobre el asunto. El tiempo fue pasando y ese trabajo fue quedando postergado por sus quehaceres diarios en la Universidad hasta que ahora, ya retirado, ha puesto el material a disposición de Carlos Fargas, licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad de Harvard y doctor en Ciencias Económicas por la Universiadad Rey Juan Carlos, para que lleve a cabo él la tesis, que ya tiene avanzada. Además, lo ha compartido con ABC para divulgar la historia de lo que pudo ser aquella primitiva Unión Europea del periodo de entreguerras.
Antídoto contra la guerra
Tras el fin de la Gran Guerra en 1918, que había dejado una Europa devastada, comenzó a abrirse paso la idea de la fraternidad internacional como freno al estallido de nuevos conflictos.
En esa línea se fundó en 1919 la Sociedad de Naciones, de la que Henri La Fontaine fue miembro, precisamente. Pero el movimiento internacionalista quería ir más lejos y constituir una «república metapolítica supranacional», que consistiría en una «unión mundial de inviduos contra las tiranías nacidas de la ficción de intereses colectivos nacionales y, eventualmente, internacionales».
Según las «cartas constitutivas» de tal república que se plantearon ya en 1927, esta unión se elevaría «por encima de las naciones», si bien, se aclaraba, se trataría de una unión «puramente moral y espiritual» y no impondría a sus miembros ningún vínculo ni reivindicaría ningún estatuto que tuviera carácter legal o jurídico.
Pero la idea tuvo una mayor concreción a comienzos de los años 30. El 23 de septiembre de 1930 se creó en Ginebra una «comisión de estudio para la Unión Europea» y en aquella época se llegó a elaborar una «proclamación de la nacionalidad federal europea». Su primer artículo dejaba bien clara la intención de la iniciativa de evitar que se volviera a las armas: «Los “europeos” quieren la paz», rezaba de forma escueta. Ese objetivo, explicaba el artículo 2 de la proclamación, debería establecerse a través de la creación entre las distintas nacionalidades europeas de «un vínculo común para la defensa de su “cultura común”, actualmente en peligro», alertaba.
Entre los documentos a los que ha accedido este periódico hay incluso formularios para que los ciudadanos soliciten su nacionalidad europea. En los papeles existe, además, una relación de los 37 estados europeos que participarían en esta nueva unión, incluyendo en ellos tanto a Rusia como a Turquía.
El «doro», la moneda común
Hay otros rasgos que parecen calcados de la organización que décadas más tarde se llegaría a desarrollar. En este sentido, se hablaba de «unión aduanera» y también se preveía la creación de una moneda común, que, en lugar de euro, se iba a llamar «doro». En uno de los papeles se especifica que sería equivalente a un gramo de oro y que estaría sometido a las normas del sistema decimal. En otro se puede comprobar el valor de cambio con algunas de las distintas divisas nacionales. Así, 25 «centidoros» serían lo mismo que una peseta española, que un marco alemán, que un chelín inglés, que cuatro francos franceses y que 20 centavos de dólar estadounidense.
Pero entonces llegó Hitler. Según explica Félix Sagredo, el líder nazi «se apuntó al carro internacionalista» y quiso capitalizarlo, ya que veía en esta unión continental una «una posibilidad de dominar a los pueblos de Europa», afirma el catedrático de Biblioteconomía. El propio Paul Otlet creyó que su ascenso al poder sería una oportunidad para que su sueño de una Europa integrada finalmente cuajase.
Entre la documentación procedente del archivo de Mons figura la invitación a un debate en Bruselas organizado por la Tribuna de los Jóvenes el 24 de abril de 1933 y presentado por Otlet, con este elocuente título: «Tras el advenimiento de Hitler los Estados Unidos de Europa son posibles».
«El proyecto se truncó por el interés del III Reich en unirse a la labor de los internacionalistas», asegura Sagredo. En ese sentido, Carlos Fargas agrega que «Hitler tenía ínfulas de acaparar» esa unión, lo que despertó «el miedo de los otros actores a darle ese poder». Tras fracasar el führer en el intento, «ya sabemos lo que aconteció después», apunta. La documentación sobre el frustrado plan de Unión Europea, señala, permite reflexionar hoy sobre el riesgo de que algo así «pudiera volver a pasar».
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