MARTES, 18 DE OCTUBRE DEL 2016
JORDI PUNTÍ
Escritor
Franco murió en la cama. Ahora sabemos que, unos días antes, había cogido la mano del rey Juan Carlos y le había dicho: «Alteza, la única cosa que os pido es que preservéis la unidad de España». El rey le hizo caso, tú dirás si se lo hizo, y eligió a Adolfo Suárez para que pusiera en marcha una Transición que etcétera. El resto ya se sabe: los hombres de Franco continuaron en lugares de poder, tan tranquilos, y la dictadura se acabó con estertores, pero sin ningún juicio ni ningún culpable. El Valle de los Caídos, etcétera. Unos brindamos con champán y otros fueron a despedirle, pero ni las fiestas ni las lágrimas liquidaron ese componente simbólico. Al contrario: ahora, 40 años después, el neofranquismo que practica el PP ha vuelto al primer plano esa exaltación nacionalista.
La gente que critica la exposición de una estatua de Franco en la vía pública, pues, aunque sea decapitado, se sitúa en ese territorio de los símbolos. Ya se sabe que, como todo en la vida, el proceso independentista se debate entre el 'seny' y la 'rauxa'. La coherencia de los argumentos encuentra de vez en cuando el contrapunto de la salida de tono. Así, la polémica de agosto,cuando se anunció la exposición, fue una válvula parareaccionar con visceralidad. Además, la elección del Born Centre de Cultura i Memòria, que representa que es «la zona cero de los catalanes» (Quim Torra dixit), subió un grado más en la indignación y de rebote se convirtió en munición contra el consistorio de Barcelona y, en concreto, contra Ada Colau.
No estábamos pues ante un debate estético, ni sociológico, sino estrictamente político, y las críticas eran a la totalidad. En ningún momento, por ejemplo, no se tuvo en cuenta el proyecto artísticoque hay detrás, ideado por Julia Schulz-Dornburg, o las reflexiones que quiere provocar la exposición, sobre el uso ideológico del espacio público. No, todo era epidérmico. Por eso después del acceso de ira, los argumentos que intentaban darse, incluso por parte de personas inteligentes, se veían hechos a posteriori y eran triviales y nada convincentes.
AIREAR LAS ESTATUAS
Los manuales de la iconoclastia recomiendan airear las estatuas de dictadores y tiranos. Es lo que hace, por ejemplo, la Ciudadela de Spandau, en Berlín, que actualmente exhibe monumentos políticos de las épocas prusiana, nazi y comunista en la Alemania del este.
No entraremos en lecciones freudianas ni en las virtudes del vudú, pero es evidente que la represión de los símbolos en un sótanooscuro, como si no existieran, no es la mejor forma de hacer justicia al pasado totalitario. Quizá ya sea tarde para exigir los juicios que tocaban entonces, pero no para reparar la memoria de los perdedores y ajustar cuentas con el neofranquismo. En este nuevo contexto, las estatuas deben avergonzar a los verdugos, y no a las víctimas. Los peatones deberían tener suficiente madurez democrática y crítica para descifrar el sentido actual y perder el respeto a lo que, en una expresión de Marta Marín-Dòmine, ahora tendremos delante: el antimonumento
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