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27 febrero, 2016
La filosofía de justicia que los trinitarios predicaron durante mucho tiempo, y parte de la cual tradujeron a hechos un día como hoy de 1844, es un concepto que desborda los límites de territorialidad y expulsión de la fuerza extranjera dominante. Una mala decodificación del espíritu de esa filosofía ha encerrado a muchos en la creencia de que la obra ha sido consumada, cuando en realidad falta esa parte clave, esencial, que hace del individuo un ciudadano libre de las carencias existenciales que son fruto de la inequidad, de la mala distribución de los bienes y oportunidades.
Si el ideario de Juan Pablo Duarte manda a ser justos como primera condición esencial de la libertad, es entonces inadmisible que por falta de justicia social tengamos una abundante generación de jóvenes que ni estudian ni trabajan, que el crecimiento económico no cale en la base social en términos de mejores condiciones de vida y empleo digno, y que se permita que unos pocos monopolicen el recurso natural agua, que debe regar las siembras de todos.
Para entender con fidelidad la esencia de la prédica duartiana hay que concebir que su mandato de justicia social es una condición vinculante del individuo que adquirió una nacionalidad y soberanía, con condiciones existenciales que le hicieran sentir realmente protegido por un Estado y libre del dominio de la injusticia. De eso falta mucho.
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