Evo no contaba con que las acusaciones de corrupción terminarían alcanzándolo a él, que siempre proyectó una imagen de gobernante impoluto
El Tribunal Supremo Electoral todavía no ha emitido los resultados finales en el referendo para decidir si Evo Morales puede volver a postularse en las próximas elecciones. Más allá del resultado, la foto que arroja el referendo es compleja: después de diez años de gobierno del MAS, se ha vuelto a esos tiempos de polarización y “empate catastrófico” a los que Evo debió enfrentarse cuando comenzaba su mandato.
Quizás Evo se arrepienta de ese momento en que creyó que era una buena idea reformar una Constitución aprobada por su partido menos de una década atrás para que él y el vicepresidente García Linera pudieran intentar postularse por cuarta vez consecutiva. Pero, ¿quién podría haber imaginado este resultado? En las elecciones de 2014, Evo había logrado el 61% y su partido consolidaba una hegemonía nacional. La bonanza económica, el robusto crecimiento anual, la ausencia de una oposición viable, eran ideales para administrar la hegemonía e ir dejando el espacio necesario para la proyección de nuevos líderes al interior del partido.
Evo no contaba con que en las áreas urbanas se vería su deseo de quedarse no como un gesto de desprendimiento necesario para profundizar el “proceso de cambio”, sino como un burdo intento de perpetuar a una nueva élite político-económica en el poder (mucha gente le hizo observaciones atinadas al presidente; en otros volvió la lacra del racismo). Tampoco contaba con que las acusaciones de corrupción terminarían alcanzándolo a él, que siempre proyectó una imagen de gobernante impoluto. Si el caso del Fondo Indígena —un enorme desfalco con proyectos fantasmas— golpeó al partido, el caso Zapata —la revelación de que una expareja de Evo, con quien había tenido un hijo ocho años atrás, era la lobista principal de un consorcio chino que recibió muchos proyectos del Gobierno— tiró al presidente por los suelos. Si la política es, sobre todo, la administración de las crisis, ni Evo ni su partido supieron enfrentarse a la avalancha de acusaciones de las últimas semanas: no dieron respuestas satisfactorias (hasta ahora no las dan), recurrieron al gesto soberbio del que se sorprende de que sus subordinados le pidan rendición de cuentas, e infantilizaron a la ciudadanía, agitando el fantasma de Estados Unidos como el culpable de los ataques. De paso, García Linera también debió admitir que mentía cuando decía que tenía licenciatura y posgrado en una universidad mexicana. Por esas mentiras caen gobernantes en otros países.
Así llegamos a esta resaca postelectoral, con un presidente dolido al constatar que ya no lo quieren tanto como antes y un país que vuelve a la división campo / ciudad. No todo está perdido: Evo y el MAS tienen tres años y medio para reconducir el “proceso de cambio” y hacer la revolución ética que se les reclama; la oposición debe reinventarse y articular un proyecto de país que seduzca a la gente; muchos ciudadanos, tan políticamente activos hoy, tan vigilantes con la corrupción, deben enfrentarse a la vieja herencia racista. ¿Aprenderemos la lección?
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