Hubo épocas en que ingresar a un partido político tenía una connotación tan honorable como la adquisición de la ciudadanía. Entonces, la esencia de la adhesión eran los principios ideológicos y la profundidad social de los programas que motorizaban la puja por el poder. Primaba el criterio del “nosotros” como ente social llamado a producir cambios para bien colectivo y los liderazgos estaban atados al sentir de los pueblos de manera indisoluble.
Pero la involución ha hecho presa de los partidos. En estos tiempos, en vez de valor y méritos ideológicos y programáticos, la adhesión tiene como precio un cargo a cambio de sumas de votos también compradas en metálico. Los tránsfugas políticos, despreciados ayer como escoria social, son ahora bienvenidos, sin que tengan que mostrar credenciales de principios, vergüenza, capacidad y convicciones de bien colectivo.
Es reciente y fresca la queja del presidente Danilo Medina por la amenaza que representa para los partidos la falta de disciplina y controles internos. Y se queda corto. El transfuguismo trepador es un cáncer para la democracia interna de esas organizaciones, un motivo de justificado disgusto, porque advenedizos sin historia interna de lucha vienen a suplantar a quienes han forjado liderazgo auténtico. El sistema de partidos está seriamente amenazado y, con él, la democracia.
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