Tenía de él las referencias de su participación protagónica en importantes episodios de nuestra vida histórica.
Conocía la leyenda que forjó como guerrillero al lado del comandante Caamaño. Era parte del pequeño grupo que entró por Playa Caracoles, se internó en las montañas verticales de la cordillera central y creó la ilusión de cambio político en las mentes enfebrecidas de la juventud.
Podía estarse en desacuerdo o no con el método, pero había la certeza de la necesidad de un cambio que diera un vuelco y transformara esta sociedad tan subdesarrollada, tan condicionada en su vertiente clientelista, que condena a la población al empobrecimiento eterno.
Fue entonces cuando, ardientemente perseguido por las tropas armadas que se afanaban por capturarlo, su figura de invencible se acercó al mito y cuando su perfil enflaquecido por la trashumancia por aquellas enhiestas montañas, por la falta de ingesta calórica y por las interminables caminatas que equivalían a alcanzar la gloria, fue asemejándose a la de un singular Quijote.
Todos llegamos a admirar su resistencia, su capacidad de supervivencia, la forma milagrosa como enfrentaba riesgos extremos.
Luego de aquello con el tiempo llegaron las publicaciones, los libros, las reflexiones.
Supe entonces, luego de leerlo con detenimiento y deleite, que se trataba no solo de un ser valiente, de un consumado patriota, sino también de un intelectual íntegro tocado por la magia de la creación intelectual y literaria.
Y llegué a admirarlo. A reconocer en toda su extensión su enorme valía.
Transcurridos muchos años de aquellos episodios que aparentemente pusieron fin a la etapa heroica del pueblo dominicano, en que las mentes juveniles llenas de ideales tejían sus proyectos y forma de vida en función del diseño de una sociedad distinta y de entrega desinteresada a una causa colectiva, pude conocerlo y compartir puntos de vista.
Sucedió que un día, no hace ya tantos años, alguien lo propuso para que formara parte de un pequeño grupo heterogéneo de profesionales que celebran una vez al mes una tertulia, haciendo uno de ellos como anfitrión en su propia casa en turnos que se rotan.
Se trata del grupo de “Los Parlanchines”, nombre que omite alusión alguna a quimeras o que se encuentra lejos de inducir pretensiones que vayan mas allá de lo que es, una conversación entre amigos que se reputan poseer algún tipo de talento, sobre temas variados, entre los que predominaban los de carácter político y económico.
Así, participando ambos dentro de ese círculo, pude apreciar su vertiente humana.
Era, como suponía, un ser vehemente. ¿Quién, con un historial como el suyo, no lo hubiera sido? Inteligente. Incisivo. Bien formado y leído. Siempre se expresaba acariciando sus argumentos con pasión, pero noté que estaba abierto a aceptar la refutación, si tuviere firmeza en sus cimientos.
Amaba la vida y sus pequeños placeres. Disfrutaba de una buena comida, de una bebida moderada. Hacía gala de su amor por el deporte y de su consagración a la natación para corregir problemas de salud, junto al uso de una tabla para poner su cuerpo con la cabeza hacia abajo y despegar las vértebras.
Con los años llegué a sentir que habíamos sido amigos toda la vida.
En la última tertulia celebrada el año pasado en su casa, situada frente al Palacio Nacional, nos presentó a su hijo Roberto, a quien invitó a participar.
El pasado lunes, 18 de enero, la tertulia se celebró en mi casa, pero él, que siempre me manifestó lo bien que se sentía compartiendo en mi hogar, no pudo asistir.
Todos vimos un correo que envió a uno de los contertulios, que había sufrido un pequeño accidente doméstico, a las 9.50 p.m. de ese lunes, con copia a los demás, deseándole que se encontrara mejor.
Paradójicamente, a las pocas horas de expresarle ese buen deseo de salud al amigo contertulio, sucedió su propia y repentina muerte.
Cuando fui a dar el pésame a la familia, atormentado y acongojado por su inesperada partida, al darle un abrazo a su hijo Roberto, quedé sorprendido y me llené de emoción cuando me dijo que “en estos últimos años lo que más motivaba a papá era participar en la tertulia de Los Parlanchines, siempre me hablaba de ella”.
Caramba, Hamlet, nos vas a hacer mucha falta. Tu cabeza, ciertamente dura, se asemejaba mucho a la que necesita la patria para ser reconducida.
No te venció nunca la amenaza de las armas ni de los que amasan el poder por lujuria o gula. Te fuiste en silencio habiendo llenado a plenitud el rol que te correspondía al advertir que una de tus fuentes matrices había cedido ante tantas amarguras.
Hasta siempre, amigo contertulio. Cuatro figuras más de este grupo, también notables e ilustres, te han precedido. Algún día nos encontraremos en algún recodo de ese largo camino.
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