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martes, 2 de febrero de 2016

Cuando la mediocridad es feliz


Por José Luis Taveras. 2 de febrero de 2016 - 12:12 am -  
Somos tan baratos que nos transamos por lo mínimo, y tan patéticos que nos gozamos con esas miserias. Pero, ¿qué hacer? Simple: adaptarnos o marcharnos
José Luis Taveras

José Luis Taveras

Abogado corporativo y comercial, escritor y editor.
Algunos sufrimos inútilmente las quiebras de nuestra convivencia colectiva mientras la mayoría vive feliz con lo que somos y tenemos. De hecho, la encuesta índice de Bienestar Gallup-Healthways de 2013 coloca a la República Dominicana en la posición número 50 de las 135 naciones más felices del planeta y el primer país de América Latina y el Caribe, según el Informe Latinobarómetro 2004-2015.  Así las cosas, lo conveniente sería aceptar esa realidad y rendirnos de una vez a su soberano designio. Tal vez sea más llevadera la vida si dejamos las cosas tal como están. Total, ¿para qué insistir si no hay respuestas? ¿Qué ganamos con gritarle a la sordera o cosquillar la apatía? Y aun así, a pesar de sus sordos lamentos, la gente dice sentirse satisfecha. Hablando con propiedad semántica, esta paradójica actitud del dominicano no tiene otro nombre: se llama “mediocridad”, que, en palabras francas, significa “conformarse con lo menos”. En eso somos exitosamente felices.
Pagar la gasolina más cara del mundo servida por un empleado que percibe uno de los salarios más indignos del mundo y transitar por las carreteras con los estándares de seguridad vial más bajos del mundo para ser asistido por unos de los sistemas de salud pública más ineficientes del mundo no es nada del otro mundo en el mundo de la mediocridad. A la postre, así vivimos y, mal que bien, hemos salido a flote. Mientras Haití y Centroamérica existan, habrá espejo para vernos y volver a la vida convencidos de que todavía hay otros más feos. De hecho, los salvadoreños y los guatemaltecos, en el aludido informe de bienestar, aparecen dentro de los primeros diez pueblos más felices por encima de los suecos, americanos, canadienses y holandeses.
Hemos bordado alegremente nuestra normalidad con retazos de tantas perversiones: resistir un tránsito esquizofrénico, pagar servicios caros y malos, serpentear los estorbos en el tránsito peatonal, permitir que zonas residenciales sean impunemente tomadas por bancas de apuestas, pagar revistas cuando las chatarras rodantes se desarman en las calles, ver cómo las torres sepultan áreas para espacios horizontales y de recreo, morder impotentes el ruido vecino, tragar indefensos la violencia verbal para no perder la vida por una mirada, aceptar con sumisión los abusos de una administración pública que no rinde cuentas ni sufre consecuencias por sus omisiones, mirar al policía con la sospecha del delincuente y al funcionario como un torcido paradigma del éxito económico, entre otras temeridades. Para seres racionales esta odisea sería la barbarie; para un buen dominicano, pura rutina existencial: un equilibrismo instintivo en una cultura suicida de la vida.
Somos tan baratos que nos transamos por lo mínimo, y tan patéticos que nos gozamos con esas miserias. Pero, ¿qué hacer? Simple: adaptarnos o marcharnos porque las fuerzas del sistema, trenzadas por los mismos intereses, reducen a ilusión cualquier cambio de fondo. Dentro de las redes de su entramado solo se permiten aquellos que maquillan las apariencias. El sistema nos empuja a vivir el presente bajo un techo propio como si cada quien fuera una nación utópica. ¿Cómo construir una identidad nacional con visiones y espacios tan fragmentados y aislados? Ni en la selva más escondida prevalece un sentido tan ajeno de lo común, donde la apatía de los pocos que valen deja en las aceras las esperanzas de los infortunados, con un Estado ausente en toda nuestra rutina. Pese a eso, todavía algunos se resisten a la ofuscación anestésica que paraliza la conciencia colectiva, esa que, como morfina en la sangre, incita a ver lo catastrófico como poético, lo cóncavo como convexo, lo trágico como normal y a sentir placer en el clímax de la agonía.
El sistema de poder que se beneficia y se sustenta de esa conformidad promueve el discurso del progreso como aval del “estado de bienestar” que disfruta la sociedad dominicana. Un bienestar arcilloso sustentado por una economía del gasto, el consumo, el endeudamiento y el lavado, pero justificado en el crecimiento de los desiguales: más para los pocos y menos para los muchos, una lógica macabra del progreso liberal. Pero, ¡ay de aquel que no comulgue con la retórica oficial del bienestar defendida con garras por sus poderosos beneficiarios!
En cualquier escenario, la felicidad es un estado de plenitud y armonía espiritual derivado del bienestar por el logro de propósitos existenciales o porque no hay penurias que apremien ni angustias que atormenten. La profundidad y dimensión de esa experiencia están determinadas por las visiones y comprensiones del hombre sobre sus esencias, realidades y destino. El ignorante puede ser feliz, el conformista más, el mediocre aun más. El último sintetiza y supera al segundo y al primero porque ha decidido concientemente ignorar para no comprometerse. Sigmund Freud decía que “existen dos maneras de ser feliz en esta vida, una es hacerse el idiota y la otra serlo”, y por otro lado apuntó: “Con solo temer a la mediocridad, ya se está a salvo”. Cada quien entiende y asume la felicidad a partir de los límites de su propia realización. El ser más o menos felices no depende del bienestar humano, pero el bienestar humano es una premisa universal de la felicidad.
Lejos de complacernos, las mediciones sobre “la felicidad dominicana” nos preocupan. Ellas revelan nuestra dócil adaptación a la postración que vivimos y la renuncia a cualquier aspiración para cambiarla. Prefiero un pueblo consciente de su infelicidad, que uno felizmente inconsciente. Del primero se esperan revoluciones; del otro, a lo más, rebeliones. ¡Que siga la vi

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