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lunes, 25 de enero de 2016

Conversando sobre el mercado de lealtades


Por Segundo Imbert Brugal. 25 de enero de 2016 - 12:09 am -  
Creo que mi cotización en la bolsa de lealtades es bajita, equivalente a un viceconsulado en Tombuctú, y no perderían el tiempo conmigo.
Segundo Imbert Brugal

Segundo Imbert Brugal

Psiquiatra, observador socio- político, opinador. Aficionado a las artes y disciplinas intrascendentes de trascendencia intelectual.
Cómo se acuerdan comisiones  es cosa sabida, tiene normativa establecida.  Resulta menos claro el mercado de lealtades. Para aclararme pregunté a un  brillante intelectual, además de viejo amigo, si  entendía esos teje manejes.  Su respuesta,  pedagógica y terrestre, resultó esclarecedora.
Sin titubear, contestó  que era cómo cuando intentas encamarte con alguien. Averiguas el  pasado romántico  del objeto deseado; si es ligera de pierna ella o alegre de bragueta él, tanteas, y actúas. Si es muy puta o puto, se lo pides de inmediato. Pero en el mercado de lealtades tú no das la cara, lo hace otro por ti.
A recatados  y leales tienen que chulearlos con ayuda de alcahuetes  experimentados; ablandadores de principios expertos en seducción y promesas. Saben  pervertir y conocen al dedillo las debilidades humanas.
Comencé a entender el asunto de  gestionar adhesiones, cerebros, plumas, lealtades, espías y buscones. Es un arte rufianesco, perverso, ejecutado con precisión. El  dueño, el beneficiario de la conquista, no aparece en escena nunca, es un Don Juan oculto y  taimado.
A veces las cosas se complican y  aparecen  gente que resisten, de cierta dignidad. Individuos necios. A estos que  intentan ser íntegros se conducen  al  redil  sometiéndolos con artimañas de baja ralea. Uno de esos trucos sucios  es  el chantaje: se tira de  gavetas obscenas, se desempolvan grabaciones, videos, documentos, pecados y secretos.  Luego,  un tercero, siempre un tercero,  susurra al oído una  advertencia sacudiéndole la entereza.
A otros,  les ofrecen el rescate de una quiebra,  de una deuda,  o redimirlos  de pobrezas insoportables. Extienden una mano redentora que, a partir del  momento en que la toman, pierden el libre albedrio. Dejaran detrás el agobio económico, pero pierden la vergüenza. 
Es un ritual antiguo,  arte de  maipiolos prestos a retozar   entre debilidades, ambiciones y dinero. Serpientes de paraísos efímeros.  Conquistadores de   putos y menos putos, al decir de mi amigo.  Ahora bien, la verdad sea dicha, también abundan aquellos que entregan la virtud sin necesitar rufianes. Se ofrecen antes de que se les ofrezca.
El tiempo de la conversación resultó breve, privándome de  escuchar  su opinión sobre el precio de cada cual, la tasación: un cheque fijo, una vivienda, pago en efectivo, contratos,  cargos grande o pequeños, un “no ha lugar”.  A ese valor,  supongo yo, se llega  después de un regateo, como en esas abarrotadas tiendas de la avenida Duarte.
Tampoco  dio  tiempo para entrar en el  capítulo de la  duración de   lealtades, ni al por qué  a unos se concede  el privilegio de darle la mano al Jefe y a otros no. Quedarán esos dos temas  para otra sobremesa cafeinada.
Creo que mi cotización en la bolsa de lealtades es  bajita, equivalente a un viceconsulado en Tombuctú, y no perderían el tiempo conmigo. Pero mi  agudo cachanchán  vale mucho, tanto como un ministerio con pensión y consultorías variadas, o un par de suculentas contratas. 
Espero que lo tienten. Así podrá contarme  de primera mano minucias de esa compra y venta. Sé que no es de los que se venden, aunque  seguro  disfrutará  la experiencia, y la oportunidad de mentarle la madreal correveidile que le manden a chulearlo.

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