«Maldito judío», escuchó Roman Kent a los niños de su edad, camino de la escuela de Lodz (Polonia). «Era una expresión muy corriente, que usaba mucha gente en esa época, nada extraordinario para mí, pero al usarla aquellos niños me estaban diciendo: "Tú no eres un ser humano". Con esas palabras daban el primer paso para deshumanizarme».
«En el contexto del Holocausto, una vez que ese proceso se ha completado y tú has reducido a la persona a la condición de un ente infrahumano, puedes hacerle cosas que no le harías ni a un animal», sostiene este anciano de 86 años que hoy dará testimonio de los horrores vividos, en el marco del Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto.
Kent, que preside la Fundación Judía para los Justos y la Asociación Estadounidense de Judíos Supervivientes del Holocausto, visitará la UNESCO para participar en una mesa redonda titulada «¿Pueden matar las palabras?» en la que se analizará la función del discurso del odio y la manera de contrarrestar el antisemitismo contemporáneo y otras modalidades de expresión de carácter extremista, según anuncia la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura en un comunicado.
«La mayoría de los conflictos comienzan con palabras y, en el contexto del Holocausto, las palabras que utilizó un artífice de la propaganda comoGoebbels no pudieron haber sido más potentes. Durante la guerra, los nazisdejaron bien claro que no consideraban que los polacos o los eslavos fueran seres humanos, y que estos se encontraban un escalón por encima de los judíos», señala.
«Por supuesto, una palabra no es una pistola. Las palabras no matan inmediatamente, pero pueden crear las condiciones en las que la gente pierda sus inhibiciones y llegue a cometer actos horribles. La gente es crédula. Quieren creer en algo que parezca redundar en su beneficio, algo como abusar de los demás. A fin de cuentas, las palabras pueden hacer más daño que las balas».
Las palabras se utilizan además de otra forma insidiosa pero igualmente pérfida, según Kent. «Con el paso de los años me he percatado de que, en lo tocante al Holocausto, existe en los medios de comunicación una tendencia a maquillar el pasado. Suele decirse que seis millones de seres humanos "se perdieron" o "perecieron". Pero esas personas no se perdieron. No se extraviaron. Fueron encarcelados, hambreados, torturados, asesinados e incinerados. Es difícil escuchar estos términos, pero esa es la verdad que debemos preservar para evitar que el Holocausto vuelva a repetirse».
«Dentro de 50 o 100 años, la gente leerá que seis millones de personas murieron. Pero no murieron, fueron asesinados», resalta el superviviente antes de añadir: «Comprendo que a la gente le guste vivir en un mundo de fantasía, porque los hechos reales son demasiado brutales. No pueden asimilarlos. Sé que cuando a la gente se le cuenta qué ocurrió realmente, luego no pueden dormir por la noche, pero debemos decírselo».
El número de supervivientes del Holocausto cada vez es menor, por lo que Kent ve decisivo transmitir lo que presenció a las nuevas generaciones. «Los supervivientes son perlas raras. Quedamos muy pocos de nosotros para pronunciar estas palabras dolorosas. Mi padre me lo repitió muchas veces: ‘recuerda’, y el recuerdo es importante. Pero debe ir vinculado con acciones, con iniciativas, de otro modo no sirve de nada».
Kent, cuyo apellido al nacer en 1929 era Kniker, se crió en Lodz. Con la invasión alemana de Polonia en 1939, él y su familia fueron encerrados en el gueto de esta localidad polaca. Allí murió su padre en 1943, a causa de las adversas condiciones de vida y la desnutrición.
Cuando los alemanes suprimieron el gueto en 1944, la familia fue deportada al campo de concentración de Auschwitz-Birkenau. Allí Roman y su hermano León fueron separados de su madre y sus hermanas. Ellos pasaron por otros dos campos y en abril de 1945, mientras realizaban una «marcha de la muerte» hacia Dachau, fueron liberados por tropas estadounidenses. Después supieron que su madre había muerto en Auschwitz, y que sus hermanas lograron sobrevivir y emigraron a Suecia, donde una de ellas falleció meses después.
Roman y León emigraron a Estados Unidos, donde fueron acogidos por varias familias en Atlanta. Kent acabó casándose con otra superviviente, creó su propia familia y llegó a ser un empresario de éxito. Durante los años en los que trató de reconstruir su vida no quería ni pensar en lo que le había ocurrido, pero las experiencias vividas en su infancia le marcaron hasta tal punto que ha dedicado los últimos años a dar testimonio de lo ocurrido y a desempeñar una función activa en labores filantrópicas y educativas relacionadas con el Holocausto.
«Si estuviera en mi mano, le comunicaría al mundo un undécimo Mandamiento, que sería: ‘No seas un observador inerte’. La indiferencia y el silencio de la gente desembocaron en el Holocausto. Le diría a la gente que no miren hacia otro lado, que digan algo. Las palabras también pueden usarse para hacer el bien».
Para Kent, «la educación es una solución», pero no cualquier tipo de educación. «El prejuicio y la intolerancia se aprenden. Nadie nace con esos rasgos, de modo que la educación debe comenzar en la primera infancia, tanto en la escuela como en el hogar. Debemos instruir a los niños para que no odien y proporcionarles ejemplos sólidos de cómo llegar a ser un ser humano cabal. Vivimos en un planeta pequeño y todos pertenecemos a la misma comunidad», sostiene.
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