El único dictador que se entretuvo algo más en la mesa fue Joseph Stalin, aunque no salía de la cocina tradicional georgiana
Luis M. Alonso 30.01.2016 | 02:08
Hitler no era tan vegetariano como se decía hasta que se obsesionó con la flatulencia, Benito Mussolini amaba el ajo, António de Oliveira Salazar personificaba la austeridad y nuestro Francisco Franco sólo se interesaba por el lacón con grelos. Algunos ejemplos de las malas relaciones entre la mesa y el mantel y los tiranos de la historia reciente
La comida no sólo sirve para alimentarnos o deleitarnos. Es un asunto, por otros muchos motivos, sujeto a las más diversas consideraciones. Hay en torno a ella una pulsión evocadora que no existe con otro tipo de cosas. También planean sobre su territorio cuestiones de lo más peregrino, que no siempre se despejan, además, de manera definitiva. Por ejemplo, he oído decir hasta la saciedad, he leído incluso, que Adolf Hitler, además de genocida, era vegetariano. Sin embargo, posteriormente, me he enterado que no siempre lo fue. Es cierto que en sus últimos días sólo comía caldos de verduras y puré de patatas para gestionar de la mejor manera posible su propensión aerofágica, pero antes de ello, alternaba la imagen vegana con cierta afición a los platos de caza, los pichones, para ser más exactos, el foie gras, el caviar y, sobre todo, las truchas con mantequilla y champiñones, que, según Robert Payne, uno de sus biógrafos, prefería a cualquier otro tipo de bocado.
¿Hitler vegetariano? La idea ha resultado demasiado intrigante en un ser aparentemente carnívoro. Más bien se ha coronado como una conclusión tan macabra como la del hecho que gustándole tanto los perros le desagradasen de igual manera ciertas personas. El principal responsable de una de las grandes piras genocidas de la historia, de acuerdo con la imagen que proyectó de él su ministro de propaganda, Goebbels, era un tipo que se resistía a comer otras cosa que no fuesen verduras y frutas para no tener nada que ver con el sacrificio de animales. La realidad es mucho más prosaica: Hitler no fue jamás un vegetariano integral.
Es verdad que a partir de 1930 empezó a evitar comer carne por razones de salud: creía, por un lado, que no haciéndolo aliviaría su flatulencia crónica. Por otro, la imagen de un Führer que no bebía, no fumaba y no comía salchichas pertenecía a la obra propagandística de los nazis. Sólo para dar cuenta de unas coles, unas manzanas y el muesli que algunos le atribuyen como dieta exclusiva no se tienen a su servicio quince catadores en cada comida. Si nadie la palmaba en el transcurso de 45 minutos, Hitler podía probar los alimentos. Por lo que concierne a este particular, jamás se ha hablado de víctimas.
No me he olvidado de las truchas a la hitleriana. Su preparación no presenta grandes problemas: se saltean los champiñones en una sartén con la mantequilla, se añaden sal y pimienta. Se cuece con un poco de agua unos cinco minutos. Se apartan del fuego y se añade algo más de mantequilla. Las truchas cocidas al vapor se napan finalmente con la reducción ya elaborada en la fuente precalentada donde se sirven.
Lo siento, tenía una deuda gastronómica con el Führer. Como también deberían tenerla con el mundo otros tiranos por su desprecio al ser humano y su falta de aprecio a la buena mesa. Benito Mussolini amaba el ajo y detestaba la cocina francesa, pensaba que se trataba de algo inútil, una pérdida de tiempo. Para ellos, como para los futuristas de Marinetti, la cocina debía estar regulada como el motor de un hidroavión de alta velocidad y crear una armonía entre el paladar y la vida, de entonces y del futuro. Aquellos botarates estaban convencidos de que se piensa, se sueña y se actúa de acuerdo con lo que se come o se bebe, aun admitiendo que a lo largo de la historia habían existido artistas «mal o groseramente» alimentados, autores de grandes obras.
La buena alimentación consistía en inventar nuevas recetas sencillas y acabar con los viejos hábitos y el placer en la mesa. Había que preparar a los hombres para los futuros alimentos químicos y, tal vez, la posibilidad no demasiado remota de realizar por radio una difusión de ondas nutritivas. Presentían una vida cada vez más aérea y veloz –en eso no estaban equivocados– y debido a que todo en la civilización moderna parecía tender hacia la eliminación de peso sostenían que la cocina del futuro debía adaptarse también a esa evolución.
Mussolini y los suyos estaban convencidos de que para la guerra que se avecinaba se necesitaban hombres ligeros, difundieron la que creían una alimentación adecuada para tiempos dinámicos y veloces. Una de las recetas de los futuristas eran los huevos divorciados, que consistía en partir a la mitad varios huevos duros con cuidado de no romper las yemas y colocarlas sobre puré de patatas y de zanahorias. Originalísimo, la verdad. El Duce, a su vez, planteaba una exigencia culinaria: que la familia, en su caso mujer y cinco hijos, estuviese sentada y la mesa servida con rigurosa puntualidad a su llegada.
Otros dictadores tampoco tuvieron gran aprecio por la comida. A Nicolae Ceaucescu, el conducator rumano, sólo le gustaban las lasañas vegetarianas con un huevo batido en crema agria por encima y las carpas en gelatina; António de Oliveira Salazar, artífice del Estado Novo portugués, no salía de la austeridad de las sopas de pescado y los bacalaos que le preparaba su ama de llaves; Francisco Franco, el hombre, comía poco y mal, sólo tenía cierta afición por el lacón con grelos, sobremanera cuando era su hermana doña Pilar la que lo cocinaba.
De todos ellos, el único que se entretuvo algo más en la mesa fue Joseph Stalin. Aun así no salía de la cocina tradicional georgiana, rica en nueces caramelizadas, ajo, ciruelas, granadas, vino y licores, como el brandy que le gustaba al británico Winston Churchill. Uno de sus muchos cocineros personales se llamaba Spiridon Putin, abuelo de Vladimir Putin, aunque no utilizaba, al menos, que se sepa, el polonio como condimento de los platos con los que su jefe obsequiaba de vez en cuando a algunos de los que en las próximas horas serían víctimas de sus terribles purgas.
Stalin mandó en la Unión Soviética a partir de mediados de la década de los veinte del pasado siglo hasta su muerte en 1953. En esos años se llevó a cabo la industrialización rápida y la colectivización, que coincidió con una hambruna masiva, los campos de trabajo del Gulag, y la gran purga. Los dictadores, por regla general, no sólo comían mal ellos sino que impedían a los demás hacerlo regularmente. Disculpen esta vez por los malos ingredientes.
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