En las últimas semanas he sostenido un intercambio con mi maestro Eduardo Jorge Prats sobre la relación entre el constitucionalismo y la democracia. Este es un tema importante más allá de las diferencias de opinión que reflejan estos artículos.
Para poder decidir dónde llevaremos nuestra sociedad, es importante tener claro de dónde viene y dónde se encuentra. No creo que sea un punto controvertido que la dominicana es una sociedad política que sufre de un grave déficit democrático. Sabiendo esto, lo importante es determinar en qué lugares de su estructura se encuentra este déficit y cómo superarlo.
Por lo extendido y profundo de este déficit, sus manifestaciones pueden verse en casi todas las dimensiones de la vida en sociedad. Todos, en mayor o menor medida, hemos sufrido en carne propia los efectos de esto. Unos para cosas importantes, pero no vitales –como verse en la necesidad de hacer uso de contactos personales para impedir que una empresa u oficina gubernamental viole nuestros derechos-. Otros en cuestiones mucho más serias, como las comunidades que tienen décadas reclamando que se les tome en cuenta para poder acceder a servicios públicos básicos como el agua, la salud, la educación.
Lo mismo pasa con la llevada y traída soberanía popular. Nuestro sistema constitucional, y el pensamiento ortodoxo que lo sostiene, la usa como símbolo, no como una norma vinculante
En el fondo, todos estos males tienen un origen común: a los ciudadanos dominicanos no se les toma en cuenta. Nuestro sistema político-jurídico se ha construido de espaldas a las personas. En realidad, se ha organizado para garantizar la protección de los intereses de unos pocos, en detrimento de las mayorías.
Enfocado desde el constitucionalismo como sistema de gobierno, esto tiene como causa efectiva los déficits democráticos de la Constitución tanto en su origen, como en su contenido. No es casualidad, por ejemplo, que los derechos sociales sean casi imposibles de reclamar en la práctica. Ni tampoco que no se respete el derecho de los contribuyentes a que sus impuestos no sean malgastados, o peor. Es que nuestro sistema constitucional no tiene esas cosas como verdaderos objetivos, sino como simples justificaciones.
Lo mismo pasa con la llevada y traída soberanía popular. Nuestro sistema constitucional, y el pensamiento ortodoxo que lo sostiene, la usa como símbolo, no como una norma vinculante.
Nuestro constitucionalismo quiere sostener a la vez dos cosas que son incompatibles. Por un lado, la proclamación de que su fundamento es la democracia en su doble dimensión formal y sustancial. Por otro lado, la concentración del poder de decisión en un grupo muy limitado de personas.
Ese ha sido el mal de nuestro sistema político, y lo sigue siendo. Es natural, toda vez que la naturaleza del poder excluye la posibilidad de que quien lo detenta decida compartirlo sin que los demás lo reclamen.
De nada sirve llamar democrática a nuestra sociedad cuando despreciamos la posibilidad de que la ciudadanía tome cartas en los asuntos de gobierno. O cuando entendemos que todas las decisiones importantes están constitucionalmente previstas y sólo pueden ser descubiertas por unos cuantos sabios. Precisamente porque la Constitución obliga a todos es que tiene que ser el resultado de la manifestación de todos.
No debemos aceptar la idea de que las decisiones importantes sean el monopolio de una élite reducida, y mucho menos aquellos cuya autoridad se limita a poder articular mejor que otros cuales son las “razones constitucionalmente adecuadas”. Tal y como dice Michael Walzer, “Ni la democracia tiene nada que alegar en el terreno filosófico, ni los filósofos cuentan con derecho especial alguno en la comunidad política. En el mundo de la opinión, la verdad es, en el fondo, una opinión más, y el filósofo sólo es otro creador de opiniones“[1].
Por lo anterior, y sin pretensiones de que esto sea la solución a todos los problemas nacionales, creo importante que hagamos efectivo el principio de soberanía popular. Si sirve de fundamento de la legitimidad de la Constitución, debe servir también como principio que guíe no sólo nuestras palabras, sino también nuestras acciones. La democracia, como los derechos, hay que tomársela en serio.
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