TRIBUNA
Algunos historiadores tratan de convertir a los tiranos en santos y modernizadores
JULIÁN CASANOVA 14 OCT 2014 - 00:00 CESTrStalin recordó en varias ocasiones, para subrayar los logros económicos de su régimen, que encontró Rusia con el arado de madera, el mismo que se utilizaba desde la Antigüedad, y la dejó con la bomba atómica. En los países que componían Yugoslavia, los más jóvenes, que no tuvieron ocasión de conocer a Tito, lo recuerdan como un gran hombre que unió al país y le dio una prosperidad sin precedentes. En Hungría, Horthy, que metió a su país en la II Guerra Mundial al lado de los nazis, con efectos desastrosos, es ensalzado por el presidente Orban y su máquina propagandística como un patriota y recordado en monumentos y homenajes. En España hace tiempo que algunos historiadores, y otros que dicen serlo, insisten en que Franco fue el gran modernizador del país en el siglo XX, el campeón de las dictaduras desarrollistas.
En 1945 Europa dejó atrás más de 30 años de guerras, revoluciones, fascismos y violencia. La cultura del enfrentamiento se había abierto paso en medio de la falta de apoyo popular a la democracia. Los extremos dominaban al centro y la violencia a la razón. Un grupo de criminales que consideraba la guerra como una opción aceptable en política exterior se hizo con el poder y puso contra las cuerdas a los políticos parlamentarios educados en el diálogo y la negociación.
Esas guerras y tiranías del siglo XX han dividido durante mucho tiempo a las sociedades europeas, utilizadas para justificar en ocasiones posiciones políticas actuales y en otras como arma de combate ideológico frente a sus oponentes. El ejemplo más claro es Rusia, donde una parte importante de su población muestra un extraordinario culto y aprecio a la persona de Stalin, más de 60 años después de su muerte y 25 años después de que cayera el comunismo.
Buscar explicaciones racionales a fenómenos tan irracionales, y complejos, como el Gran Terror, el Holocausto o las diferentes manifestaciones de la violencia desatada por esos dictadores, siempre ha resultado una tarea difícil, casi imposible, para los historiadores. Pero sabemos perfectamente, por las numerosas pruebas existentes, evaluadas y contrastadas, que toda esa modernización y desarrollo de las dictaduras, cuyos dirigentes llevaron el culto a la personalidad a extremos sin precedentes, fueron obtenidas a un horroroso precio de sufrimiento humano y de costes sociales y culturales. Para millones de víctimas, el dominio de esos líderes significó prisión, tortura, ejecuciones, campos de concentración y exilio. La ciencia y la cultura fueron destruidas o puestas al servicio de sus intereses y objetivos. Muchas minorías sufrieron deportaciones masivas desde sus hogares tradicionales y en las sociedades se instaló el miedo, la denuncia, la sumisión y la despolitización.
Todo eso lo sabemos porque se ha investigado de forma detallada y rigurosa en esos países, con la apertura de nuevos archivos y con diferentes aproximaciones biográficas y empíricas al ingente material disponible. Con memorias divididas, y España es un buen ejemplo, esos trágicos sucesos del pasado han proyectado su larga sombra sobre el presente. La sombra del Gulag, del nazismo, de los campos de exterminio, de la persecución de los judíos, del genocidio o de la represión franquista. Por eso llama la atención el interés que ahora muestran algunos historiadores en destacar la parte más positiva de aquellos tiranos que dominaron sin piedad durante décadas las vidas de millones de ciudadanos, sometiéndolos a una fatalista sumisión a los sistemas totalitarios que habían creado.
Coincide esa ola de revisionismo, además, con un momento en que las democracias europeas se están volviendo más frágiles, la política democrática sufre un profundo desprestigio, traducido en el crecimiento de organizaciones de ultraderecha y de nacionalismo violento en casi todos los países, desde Holanda a Finlandia, pasando por Hungría o Francia, y la corrupción y los desastres económicos alejan a las nuevas generaciones de aquel ideal de Europa que sirvió para estabilizar al continente en las últimas décadas del siglo XX.
Algunos pensarán que son maneras de ver —y manipular— la historia más próxima. Lo normal en una disciplina sometida a tanta opinión y punto de vista y siempre bajo sospecha de subjetivismo y de parcialidad.
Pero en realidad no son los hechos históricos los que se discuten y se trasladan al debate público, sino la interpretación de esos hechos que mejor sirve a los gobernantes y grupos políticos para mantener una versión oficial de la historia. ¿Nostalgia de dictadores modernizadores o ignorancia de su propio pasado? Lo sorprendente es ver cómo, en toda esa trama compleja de usos y abusos del pasado, algunos historiadores convierten a tiranos y criminales de guerra en modernizadores y santos, ocultando los fragmentos más negros de sus políticas autoritarias. Buena enseñanza para aquellos que, ante la crisis y el futuro incierto, reclaman gobernantes con mano de hierro.
Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza y profesor visitante en la Central European University de Budapest.
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