El primer test en Brasil dio negativo en ébola, pero positivo en racismo
Una epidemia, como tan bien sabía Albert Camus, revela la enfermedad de toda una sociedad. La enfermedad que estuvo siempre ahí, respirando en las sombras (o no tanto en las sombras) manifiesta su cara horrenda. Ocurrió así en Brasil la semana pasada. Era una sospecha de ébola, hecho suficiente, por lo letal del virus, para exigir el máximo de seriedad de las autoridades sanitarias, como sucedió. Descubrimos, sin embargo, la deformación causada por un virus que nos consume hace mucho más tiempo, el de la xenofobia. Y como el otro, el “extranjero”, la “amenaza”, era africano de Guinea, exacerbada por una herencia esclavista jamás superada. El racismo en Brasil no es pasado, sino vida cotidiana conjugada en presente. La peste no está fuera, sino dentro de nosotros.
Fue ella, la peste dentro de nosotros, lo que llevó a violar los derechos más básicos del hombre sobre el que pesaba una sospecha de ébola. Contrariando la ley y la ética, su nombre fue expuesto. Su rostro fue expuesto. El documento en el que pedía refugio fue expuesto. No fue tratado como un hombre, sino como una rata que trae la peste a esa Orán llamada Brasil. De este delito, parte de la prensa, si tuviera vergüenza, se avergonzaría.
No sé si hay mayor desamparo que alcanzar la frontera de un país lejano en esa soledad abisal. Y pedir refugio, esa palabra-concepto tan noble y al mismo tiempo tan delicada. Y de pronto sentirse mal, y cada uno sabe bien cómo la fragilidad de la carne nos socava. Corroe hasta a los que tienen el mejor seguro médico en un país desigual. Él, desprovisto de lengua, era desterrado también del cuerpo. Para llegar a comprender lo que vivió el hombre desconocido, porque lo que se reveló de él no es él, sino nosotros, es preciso verlo como un hombre, no como una rata que carga un virus. Para lograrlo es preciso vestirlo de hombre. Pero solo un humano puede vestir a un humano.
Y en seguida se escuchó el clamor. ¿No es hora de cerrar las fronteras?, se pidió a las autoridades. Que las ratas se queden del lado de fuera, donde siempre estuvieron. Que la ratas se pudran y mueran. Para las ratas no hay solidaridad ni compasión. Parece que nada se aprendió del SIDA, en aquel momento infinito en el que los gays fueron elegidos como culpables, el prejuicio disfrazado de necesaria medida sanitaria.
¿Y quienes son las ratas, según parte de los brasileños? Hay siempre muchos, demasiados en las redes sociales, dispuestos a vaciar sus tripas en plaza pública. En Facebook, desde que se divulgó la sospecha, se comprobó que una de las palabras más asociadas al ébola era “negro”. “El ébola es cosa de negros”, se desenmascaró uno en Twitter. “Que alguien me diga por qué esos negros de África tiene que venir a Brasil con esa desgracia de bacteria (sic) del ébola”, vomitó otro. “Gracias al ébola, ahora prendo fuego a cualquier negro que pasa por delante”, defecó un tercero. Creen hablar y ni siquiera perciben que gruñen.
“Describir una epidemia es una forma magistral de revelar las diversas formas de totalitarismo que maculan una sociedad. En este sentido, los brasileños no han economizado. La divulgación por medios de comunicación que llegan a decenas de millones de personas, de la foto de un hombre negro, venido de África, como sospechoso de padecer ébola, fue el apoteosis del fantasma del extranjero como portador de la enfermedad”, afirmó a esta columnista Deisy Ventura, profesora de Derecho Internacional de la Universidad de São Paulo, investigadora de las relaciones entre derecho y salud, autora del libro Derecho y salud social, el caso de la epidemia de gripe A (H1N1). “Vea que este fantasma se moviliza en torno a los pobres, sobre todo negros, nunca en torno a los extranjeros ricos y blancos. El esclavismo, terrible enfermedad de la sociedad brasileña, se asocia al deseo coyuntural de decir: este gobierno no debería haber dejado entrar a esas personas. Es una especie de lamento: ¿tanto se esforzaron las elites en blanquear este país y ahora lo quieren ennegrecer?”
África destaca, de nuevo y siempre, como el gran otro. Todo un continente poblado de matices y diversidades reducido, por la homogeneidad de la ignorancia, a un “fuera de aquí”. Como dijo un inmigrante de Burkina Faso a la reportera Fabiana Cambricoli, del diario O Estado de S. Paulo, “los brasileños no saben que Burkina Faso está lejos de los países que tienen ébola. Creen que todo es lo mismo porque somos negros”. Él y decenas de inmigrantes de diversos países de África están siendo acosados y expulsados de lugares públicos en la ciudad de Cascavel, en Paraná, donde fue identificado el primer caso sospechoso. Se convirtieron en “los tipos con ébola” señalados en la calle como “los negros que trajeron el virus a Brasil”.
El ébola no parece ser un problema cuando está en África, contenido entre fronteras. Ahí es donde debe. El ébola es un problema, como escribió el investigador francés Bruno Canard, solo porque el virus salió del lugar en el que a Occidente le hubiera gustado que se quedase. “La militarización de la respuesta al ébola, que con la anuencia del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, el pasado septiembre, pasó de la Organización Mundial de la Salud a una Misión de la ONU, revela que la gran preocupación de la comunidad internacional no es la erradicación de la enfermedad, sino su contención geográfica”, subraya Deisy Ventura.
El hombre a quien se acusó de traer la enfermedad a Brasil, al lugar en el que el virus no puede estar, siempre fue un sin nombre, un nadie, un no ser. Solo es nombrado, mostrado su rostro, para violarlo otra vez. Para que siga no siendo visto, porque en él solo se ve la amenaza, que es una forma más de no reconocerlo como humano. Él, la rata.
El ébola es un problema porque salió del lugar en el que a Occidente le hubiera gustado que se quedase
La historia del liberiano que murió de ébola en Estados Unidos revela el laberinto. Tenía 18 años cuando la guerra civil provocó una matanza que terminaría con 250.000 cadáveres. En el campo de refugiados de Costa de Marfil conoció a una mujer y tuvieron un hijo. Ella consiguió emigrar a Estados Unidos con el pequeño de tres años y él marchó a un campo de refugiados en Ghana. Hasta 2013 no consiguió regresar a su país devastado. En septiembre, finalmente, obtuvo el visado para Estados Unidos para casarse con la madre de su hijo y ver al niño, ahora casi un adulto, y formarse en la enseñanza media. Antes de irse, un gesto de solidaridad: ayudó a trasladar a una vecina con ébola al hospital. Sin saberlo, se llevó consigo el virus de la enfermedad más allá de las fronteras. El laberinto era sin salida, el futuro solo existía como pasado y murió en Estados Unidos. El hijo del cual estuvo separado 16 años no pudo despedirse de su padre. El legado de la nostalgia del padre era la huella de un castigo dejado en el hijo por la mirada de Occidente. Para los mismos de siempre, el exilio sobrepasa la propia vida.
Para el hombre que llegó a Brasil en busca de refugio y vio su dignidad violada por la exposición de su nombre, cara y documentos, todavía existe la expectativa de un segundo test del virus. No importa si da negativo o positivo, le debemos disculpas. Le debemos una reparación, aunque sepamos que la reparación total es una imposibilidad, y que ese estigma ya lo señala. No es una oportunidad para él, es para nosotros.
Es preciso reconocer la rata que respira dentro de nosotros, para tener alguna oportunidad de volvernos más parecidos a un ser humano
Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de los libros de no ficción ”Coluna Prestes – o Avesso da Lenda”, “A Vida Que Ninguém vê”, “O olho da Rua”, “A Menina Quebrada”, “Meus Desacontecimentos”. Y de la novela: “Uma Duas”. Site: elianebrum.comEmail:elianebrum.coluna@gmail.com Twitter: @brumelianebrum
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