Miguel Febles
Nos cuesta, y nos costará todavía durante algunas generaciones, decir o aceptar que en 1961 tuvimos una revolución de la cual heredamos una recomposición social, económica, moral y política casi radicales
El complot para tumbar a Trujillo estuvo en la base de este movimiento transformador. El asesinato de la noche del 30 de mayo abrió las venas del tirano y vertió la primera sangre que fue puesta a correr digamos que hasta 1975, diez años después del pico de la violencia culminante de esta revolución, ocurrido entre el 24 de abril de 1965 y el 19 de diciembre, con la así llamada batalla del Matún.
La dificultad para entender o aceptar un hecho revolucionario a lo largo de 1961 está en la prominencia de los actores de aquellos días, a saber, el círculo de colaboradores de Trujillo complotados para matarlo; la participación de Estados Unidos, Joaquín Balaguer y Ramfis Trujillo en el golpe de timón dirigido a llevar los hechos en una dirección particular.
Nuestros intelectuales no se sienten cómodos con la calidad de estos ingredientes. No quieren a Ramfis, odian a Balaguer y cuando hablan de La Intervención, sólo ven las botas del 65.
Aprendimos con las montoneras a ver revoluciones en los pronunciamientos dirigidos a tumbar un gobierno. Pero una revolución es algo más. Es un corte a partir del cual todo es —o parece— nuevo. Revolucionada con estos hechos, nueva ha sido la sociedad dominicana desde entonces.
Desde 1961 las familias tradicionales (oligarquía suele llamársele) pusieron gran empeño en asumir una posición de poder hasta entonces mediatizada por la persona del Jefe.
Empezó por el control de los poderes políticos con el golpe de 1963. Los políticos profesionales maniobraban, y no han dejado de hacerlo desde entonces, no solo por mantener una cuota significativa de poder, sino por apartar tanto como les ha sido posible, a las masas populares de las élites económicas y morales (estas últimas reunidas en iglesias).
Instrumentos de la política, las masas han aportado en este proceso su parte de sudor a cambio del pan, su parte de sangre a cambio de lisonjas y envilecimiento y a cambio de la bandera de un partido.
La única prueba argumental a mi alcance de que el 61 fue una revolución en todos los órdenes, es la recurrencia permanente al magnicidio, a la transición, al golpe, al 65 y a la Intervención como puntos de referencia.
Esta revolución, sin embargo, ha empezado a descomponerse por la moral, como el régimen del Jefe, al cual algunos le cuentan la crisis a partir de 1955. ¿Qué tan larga será la decadencia? Yo no sé, pero no veo, con el trastrueque de valores, ninguna vía para la revolución de la revolución.
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