COLUMNA
A la derecha, por muy bien que vaya en las urnas, siempre le ha incomodado la democracia
Siempre es bueno que los dirigentes digan la verdad, especialmente si no era esa su intención. Así que debemos agradecer que a Leung Chun-ying, el jefe ejecutivo de Hong Kong respaldado por Pekín, se le haya escapado la verdadera razón por la que los manifestantes prodemocracia no pueden conseguir lo que quieren: en unas elecciones abiertas, “estaríamos dirigiéndonos a esa mitad de la población de Hong Kong que gana menos de 1.800 dólares al mes. Y acabaríamos teniendo esa clase de políticos y de medidas políticas” (unas políticas, suponemos, que harían que los ricos lo fuesen menos y proporcionarían más ayuda a quienes tienen menos ingresos).
Así que a Leung le preocupa el 50% de la población de Hong Kong que, en su opinión, votaría a favor de unas malas políticas porque no gana lo suficiente. Puede que esto nos recuerde al 47% de los estadounidenses que Mitt Romney dijo que votarían contra él porque no pagan impuestos sobre la renta y, por tanto, no asumen sus responsabilidades, o a ese 60% que el representante Paul Ryan sostenía que representaba un peligro porque eran “aprovechados” que recibían de la Administración más de lo que aportaban. En el fondo, todo esto es lo mismo.
Porque a la derecha política siempre le ha incomodado la democracia. Por muy bien que les vaya a los conservadores en las elecciones, por muy generalizado que esté el discurso a favor del libre mercado, siempre hay un trasfondo de miedo a que el populacho vote y ponga en el Gobierno a izquierdistas que cobren impuestos a los ricos, regalen dinero a espuertas a los pobres y destruyan la economía.
De hecho, el propio éxito del programa conservador no hace más que acrecentar ese temor. En la derecha —y no me refiero solo a la gente que escucha a Rush Limbaugh; hablo de miembros de la élite política— muchos viven, al menos durante una parte del tiempo, en un universo alternativo en el que Estados Unidos lleva varias décadas avanzando a paso ligero por el camino hacia la servidumbre. Les da igual que las rebajas de impuestos y la liberalización hayan dado pie a una nueva Edad Dorada; ellos leen libros que llevan títulos como A Nation of Takers: America's Entitlement Epidemic (Un país de aprovechados: la epidemia de las subvenciones en Estados Unidos), en los que se afirma que el gran problema que tenemos es la redistribución descontrolada de la riqueza.
Eso es una fantasía. Aun así, ¿hay algún motivo para temer que el populismo económico nos vaya a llevar al desastre? Lo cierto es que no. Los votantes con menos ingresos apoyan mucho más que los ricos las políticas que benefician a los menos acomodados y, en general, respaldan las subidas de impuestos para los más adinerados. Pero si nos preocupa que los votantes con pocos ingresos se vuelvan locos, que la avaricia les lleve a quedarse con todo y a gravar a los creadores de empleo hasta destruirlos, la historia nos dirá que estamos equivocados. Todos los países desarrollados han tenido estados de considerable bienestar desde la década de 1940 (estados de bienestar que, inevitablemente, gozan de un mayor respaldo entre los ciudadanos más pobres). Pero la realidad es que no se ven países que entren en espirales mortales de impuestos y gastos; y no, esto no es lo que aqueja a Europa.
Aun así, aunque la “clase de políticos y de medidas políticas” que se preocupa por la mitad inferior de la distribución de ingresos no vaya a destruir la economía, sí que tiende a alterar los beneficios y la riqueza del 1% que más gana, al menos un poco; el 0,1% con más ingresos está pagando bastantes más impuestos ahora mismo de los que pagaría si Romney hubiese ganado. ¿Y qué puede hacer entonces un plutócrata?
Una de las respuestas es la propaganda: decirles a los votantes, con frecuencia y bien alto, que el hecho de gravar a los ricos y ayudar a los pobres provocará un desastre económico, mientras que rebajarles los impuestos a los “creadores de empleo” nos traerá la prosperidad a todos. Hay una razón por la que la fe conservadora en la magia de las rebajas de impuestos se mantiene, por mucho que se incumplan esas profecías (como está sucediendo ahora mismo en Kansas): hay un sector, magníficamente financiado, de fundaciones y organizaciones de medios de comunicación que se dedica a promover y preservar esa fe.
Otra respuesta, con una larga tradición en Estados Unidos, es sacar el máximo partido a las divisiones raciales y étnicas (las ayudas del Gobierno solamente son para Esa Gente, ya saben). Y además, los liberales son elitistas altaneros que odian a Estados Unidos.
La tercera respuesta consiste en asegurarse de que los programas gubernamentales fracasen, o nunca lleguen a existir, para que los votantes nunca descubran que las cosas pueden hacerse de otra manera.
Pero estas estrategias para proteger a los plutócratas de la plebe son indirectas e imperfectas. La respuesta evidente es la de Leung: no dejar que vote la mitad de abajo, o ni siquiera el 90% de abajo.
Y ahora entenderán por qué hay tanta vehemencia en la derecha por el supuesto pero en realidad casi inexistente problema del fraude electoral, y tanto apoyo a esas leyes de identificación de los votantes que dificultan que los pobres e incluso la clase trabajadora puedan votar. Los políticos estadounidenses no se atreven a decir abiertamente que solo los ricos deberían tener derechos políticos (al menos, no todavía). Pero si siguen las corrientes de pensamiento que ahora están más extendidas en la derecha hasta su conclusión lógica, es ahí adonde llegarán.
La verdad es que una gran parte de lo que sucede en la política estadounidense es, en el fondo, una lucha entre la democracia y la plutocracia. Y no está nada claro qué bando ganará.
Paul Krugman es profesor de Economía de la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía de 2008.
© 2014, New York Times Service. Traducción de News Clips.
© 2014, New York Times Service. Traducción de News Clips.
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