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domingo, 26 de octubre de 2014

Berlineses de ayer y hoy: 25 años de la caída del Muro


Los alemanes celebran el próximo 9 de noviembre el 25º aniversario de la caída del Muro, que acabó con la Guerra Fría, permitió la reunificación del país y trajo la democracia

Las cicatrices permanecen. Pero las diferencias entre el este y el oeste de Alemania se van diluyendo. Diez historias explican cómo han cambiado sus vidas desde entonces


Una escritora, una pareja con su bebé y un jubilado que recuerdan cómo han cambiado sus vidas desde el 9 de noviembre de 1989. / JULIA SOLER
Han pasado ya muchas décadas desde aquello, pero Susanne Schädlich aún recuerda a su madre volviendo del supermercado con las manos vacías. “Había tal cantidad de productos y de marcas de las que ella jamás había oído hablar que se vio incapaz de hacer la compra. Vino a casa y me pidió que la acompañara. Yo veía los anuncios en la televisión y sabría asesorarla”, recuerda esta escritora que pasó su niñez en la Alemania comunista, la adolescencia en la capitalista y nunca terminó de sentirse del todo a gusto en ninguna de las dos.
Poco tiempo antes, su padre, el escritor Hans Joachim Schädlich, había caído en desgracia al defender públicamente al cantautor Wolf Biermann, crítico con el régimen. El clima se volvió irrespirable y la familia huyó de Berlín Este en 1977 para probar suerte al otro lado de la frontera. Eran solo unos kilómetros, pero los estantes llenos de las tiendas les hacían pensar que estaban en otro mundo.
El telón de acero que traspasaron los Schädlich aún dividiría Europa hasta 1989. Los alemanes celebrarán el próximo 9 de noviembre el 25º aniversario de la caída del Muro, que permitió la reunificación del país y que trajo la democracia a unos ciudadanos que habían encadenado la dictadura nazi con la comunista. Hoy, las cicatrices siguen ahí, pero las diferencias entre Este y Oeste se van diluyendo y las generaciones más jóvenes han logrado casi olvidarlas.
“Cuando hablo con estudiantes, ninguno se identifica por su procedencia de un lado u otro de la antigua frontera. Me dicen que son de un Estado o de otro, o en qué barrio de Berlín viven, pero no si son del Este o del Oeste”, resume Roland Jahn, responsable gubernamental del archivo de la Stasi, la temida policía secreta comunista. Un cuarto de siglo más tarde del fin de las barreras, Alemania aprende a superar los traumas de su historia.

Compartíamos idioma y cultura, pero vivir en un país partido por la mitad era asfixiante”
El Muro cayó y los llegados del paraíso comunista se asombraban ante los escaparates de los primeros sex-shops que veían en su vida. Quien hoy compare a esos ciudadanos que gastaban con fruición los 100 marcos que el Gobierno de Bonn les regalaba como “dinero de bienvenida” con los jóvenes orientales actuales comprobará que entre ambos media un abismo. “Recuerdo ir a hombros de mi padre y ver cómo de repente una multitud se abrazaba a la gente que encontraba al otro lado del Muro, aunque no se conocieran de nada. Solo tenía ocho años, pero tenía la sensación de que aquello era algo muy importante. Algo que no olvidaría”, asegura Katharina Marggraf, una joven pediatra del Berlín Occidental que pasó su infancia acostumbrada a no salir ningún fin de semana al campo porque los trámites para cruzar la frontera eran demasiado largos.
Entonces le parecía completamente normal vivir en una ciudad-isla enclavada en otro país de la que era muy complicado escapar. Hoy, cuando se le pregunta qué le separa de los niños que vivían al otro lado, tiene que pensárselo mucho. “Nosotros veíamos Barrio Sésamo y ellos no. Y utilizan algunas palabras que yo antes nunca había oído. Pero básicamente no veo muchas diferencias”, responde Katharina en el salón de su casa mientras se ocupa de Milan, su hijo recién nacido. Ella es una prueba viviente de que los viejos tópicos que describían a los del Este como quejicas y vagos, y a los del Oeste como arrogantes y sabelotodo van diluyéndose poco a poco.
Y sin embargo algunas diferencias siguen existiendo. Los “paisajes florecientes” que el canciller democristiano Helmut Kohl prometió a los ciudadanos de la República Democrática en la campaña electoral de 1990 se han cumplido solo a medias. Es cierto que el producto interior bruto de los cinco Estados del Este se ha duplicado desde entonces, pero también que su riqueza supone aún dos terceras partes de la de sus hermanos occidentales. Es cierto que la tasa de paro ronda el 10%, el mínimo desde la reunificación, pero también que sigue a una distancia considerable del 6% alcanzada en el Oeste. Es cierto que ciudades como Leipzig o Dresde viven un momento de eclosión, pero también que desde la revolución pacífica de 1989 los territorios orientales han perdido más del 20% de su población, que además afronta un acelerado proceso de envejecimiento.
“La igualdad total no se ha logrado, pero los temores de la antigua República Federal de que el este de Alemania se convertiría en una región subdesarrollada que arrastraría al país durante décadas no se han cumplido. Es indudable que la reunificación ha traído grandes avances”, asegura el historiador Heinrich August Winkler. Dos nombres han servido como ejemplo de la reconciliación de las dos Alemanias: el de Angela Merkel, elegida canciller federal en 2005, y el de Joachim Gauck, jefe del Estado desde hace dos años y medio. Por primera vez, dos personas criadas en la República Democrática Alemana (RDA) ocupan los dos puestos políticos más relevantes del país.
Se ha convertido Alemania, tras una historia tan complicada como la del siglo XX, por fin, en un país normal? “Sí. Con sus debilidades regionales, pero normal al fin y al cabo”, responde Iris Gleicke, comisionada del Gobierno para los llamados “nuevos Estados”, es decir, los del Este. “Somos una democracia como las de nuestro entorno, sí. Pero el pasado no permite normalizarlo del todo. ­Auschwitz permanece como un crimen singular con el que tendremos que vivir siempre”, matiza Winkler, que estos días ultima el tercer volumen de su monumental historia occidental: De la Guerra Fría a la caída del Muro.
Es muy difícil encontrar un alemán oriental que no recite de carrerilla los beneficios de la caída del Muro y la inmediata reunificación. La libertad para viajar o para leer todos los libros y periódicos que cada uno desee suele estar entre las primeras respuestas. Una encuesta publicada recientemente en la revista Focus mostraba que un 75% de los habitantes de los antiguos territorios comunistas están satisfechos con el proceso que en Alemania se conoce simplemente como “el cambio”. Entre los jóvenes, este porcentaje llega hasta el 96%. Más divididos están los occidentales, donde el “impuesto solidario” creado tras la unificación para ayudar a las zonas más retrasadas despierta más antipatías. Solo la mitad de los habitantes de la antigua RFA ven en el cambio más ventajas que inconvenientes.
Pero las libertades que llegaron tras el fin de las barreras no impiden que muchos ciudadanos echen de menos determinados aspectos de la vida en el extinto país. La misma encuesta señala que el 78% de los consultados en la antigua RDA creen que la educación era mejor antes. El sistema sanitario y la igualdad entre hombre y mujer son otros de los puntos fuertes del antiguo régimen. Los jubilados orientales ven además con frustración cómo sus pagas son aún hoy sensiblemente inferiores a las que reciben en el Oeste ciudadanos que han trabajado el mismo número de años que ellos en puestos similares.
“Hemos ganado muchas cosas. Pero echo de menos un sentimiento de solidaridad entre la gente que había entonces y que ahora hemos perdido”, asegura Peter Steglich, antiguo embajador de la RDA que al desaparecer su país se quedó sin empleo. En su piso berlinés, muestra la carta en la que el Ministerio de Asuntos Exteriores le comunicaba que su puesto había dejado de existir y que, si lo deseaba, podía volver a presentarse a unas oposiciones para sacar una nueva plaza. La esposa de Steglich, la española Mercedes Álvarez, añade con humor: “Hace tiempo, mi marido comentaba a un compañero que había tenido un puesto similar en el Oeste la paga que le ha quedado. Él no daba crédito. ‘Será a la semana, ¿no?’, le preguntaba incrédulo”.
“Entonces había un sensación de seguridad ante la vida. No existían esos miedos ahora tan habituales a perder el trabajo o a no poder ganarse la vida. Recuerdo la cara de mi hijo cuando vio por primera vez en Berlín Oeste a un vagabundo. No entendía por qué ese señor dormía en un banco en pleno invierno. Él creía que esas cosas no pasaban en ninguna parte”, asegura Dagmar Enkelmann, que salió elegida diputada tras las primeras elecciones democráticas por el PDS, la formación en la que se reconvirtió el antiguo partido del régimen comunista. La ahora presidenta de la Fundación Rosa Luxemburgo añade otra comparación que justifica su nostalgia: “En la RDA había problemas de alcoholismo, pero no conocíamos las drogas”.


Un tramo del antiguo muro de Berlín, decorado con retratos de los protagonistas de este reportaje. / JULIA SOLER
Algunos se revuelven cuando oyen este tipo de argumentos. “No echo absolutamente nada de menos. Muchas veces, cuando la gente habla de aquella época, lo que realmente añora es su infancia o juventud. Claro que tengo buenos recuerdos de entonces, pero esas alegrías eran a pesar del régimen, no gracias a él”, señala la escritora Susanne Schädlich. “Bueno, sí hay una cosa que me gustaría que volviera de la RDA”, rectifica. “El pastel de mi abuela”, añade entre risas.
Por encima de las diferencias económicas –al fin y al cabo, no tan distintas de las que separan a regiones ricas y pobres en muchos países– hay otro factor que sigue marcando a aquellos que ya sobrepasan la cuarentena: las biografías, tan distintas entre los que crecieron a uno y a otro lado de la frontera.
Como la de Manfred Roseneit, que fue de los últimos en abandonar la RDA antes de que el régimen levantara un muro para detener el éxodo de sus ciudadanos. “Acababa de conseguir un trabajo en el Oeste y no quería perderlo. Así que pasé al otro lado. Durante más de diez años, hasta que en 1972 se relajaron las condiciones de entrada, no pude visitar a mi madre ni a mi hermana con normalidad”, explica este jubilado motero. O la historia de Schädlich. Su familia se refugió en la casa de Hamburgo de un amigo su padre: el premio Nobel Günter Grass, el mismo que profetizó que, después de la horrible experiencia de Auschwitz, cualquier intento de unidad alemana estaba condenada al fracaso. La escritora pasó una adolescencia en Berlín Occidental en la que se sentía una extranjera en su propio país. “Era una sensación muy extraña, porque hablábamos el mismo idioma y teníamos la misma cultura. Pero mis experiencias eran totalmente distintas. Vivir en un país partido por la mitad me resultaba asfixiante. En 1987 me trasladé a Los Ángeles. Allí por primera vez era forastera por voluntad propia, no por imposición”, explica a pocos metros del Muro que le cambió la vida y que ahora funciona como reclamo turístico.
La vida de Eric Pawlitzky también ha estado marcada por los acontecimientos políticos del país en el que nació. Durante aquel otoño de 1989 que tantos alemanes recordarán siempre, militaba en el Partido Socialista Unificado, la organización que acaparó todo el poder en la RDA. Pero Paw­litzky lo dejó, desencantado tras constatar que era imposible cambiar el régimen desde dentro. Años más tarde, abandonada ya la política, leería lo que sobre él había escrito la Stasi. No le extrañó demasiado encontrarse con documentos que le describían como “enemigo del Estado y difamador”. Lo realmente sorprendente fue averiguar que los espías se habían tomado la molestia de transcribir la letra de una canción compuesta por él que por aquel entonces solía interpretar en locales. Por absurdo que pareciera, 20 años más tarde volvía a sonar en su cabeza una composición que ya tenía completamente olvidada.

Lo importante es que el objetivo de este proceso ha sido tratar de establecer qué pasó, y no buscar revanchas. Y ha funcionado”
“Es la primera vez en el mundo que unos archivos de la policía secreta se abren de esta forma. Más de dos millones de ciudadanos han podido leer su expediente. Miles de investigadores y periodistas han tenido acceso a papeles. Lo importante es que el objetivo de este proceso ha sido tratar de establecer qué pasó, y no buscar revanchas. Y ha funcionado”, señala Roland Jahn, comisionado del Gobierno para el archivo de la Stasi.
El propio Jahn fue también perseguido por el régimen que encabezaba Erich Honecker, que en 1982 le condenó a 22 meses de cárcel por llevar en su bici una bandera en la que había escrito “Solidaridad con el pueblo polaco”. Al año siguiente fue expatriado forzosamente. “Recuerdo las palabras de mi madre cuando tuve que abandonar el país: ‘Nos han robado a mi hijo”, señala desde su despacho situado a pocos metros de Alexanderplatz, la plaza donde los gobernantes contra los que él luchaba organizaban sus demostraciones de fuerza.
Cuenta Josep Maria Martí Font, corresponsal de EL PAÍS en Alemania en aquellos días turbulentos, que en 1989 el invierno llegó con considerable retraso. “Nunca hay que dejar de tener en cuenta las causas climáticas en los grandes aconteceres de la historia”, afirma en su libro El día que acabó el siglo XX (Anagrama). Quizá el buen tiempo ayudó a inflar las movilizaciones previas, pero la multitud que llenó las calles la noche del 9 de noviembre habría salido aunque hubiera granizado. Como hizo Roland Jahn, que corrió disparado en dirección contraria a la marea de gente deseosa de entrar por fin en el Berlín Occidental. Él, en cambio, se dirigía a Jena, la ciudad del Este donde vivía su familia y que llevaba seis años sin poder pisar.
“De esa época recuerdo el aburrimiento de las horas que tenía que esperar con mi familia cada vez que queríamos salir del Berlín Occidental para irnos de vacaciones”, explica el joven ingeniero berlinés Sven Tesanovic sin dejar de echar un ojo a su hijo Milan, que en el momento de la entrevista solo tenía 11 días de vida. Cuando crezca, el Muro que una vez separó a su ciudad será algo de lo que oirá hablar en clase o en las conversaciones de sus abuelos. Por primera vez en unas cuantas generaciones de su familia, crecerá sin el peso de la historia sobre sus hombros.

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