Se ha dicho siempre que detrás de todo gran hombre hay una gran mujer. ¿Y detrás de un demonio? Cómo era de verdad la mujer que acompañó hasta sus últimos días al ‘Führer’. Por Rodrigo Padilla
Un blindado se abre paso bajo las bombas hacia el búnker de la Cancillería de Berlín. Regresa de cumplir una misión de vital importancia en las últimas horas del régimen nazi. El Crepúsculo de los dioses se representa en las calles de la capital y la tripulación del vehículo ha arriesgado la vida para ir a buscar a un hombre imprescindible. No es un general, tampoco es un embajador. Es un funcionario del registro civil que, hasta hace unos instantes, combatía a unas cuantas calles de distancia. Será el encargado de oficiar una boda. Los contrayentes, que aguardan protegidos por toneladas de hormigón, responden a los nombres de Adolf Hitler y Eva Braun. Es 30 de abril de 1945. Pocas horas después, los recién casados emprenden viaje gracias a dos pastillas de cianuro y una pistola humeante.
Eva Braun pasó 16 años con HItler, los últimos de la vida de ambos.
Los historiadores nunca le han prestado atención suficiente a esa mujer que vivió y murió al lado de Hitler. En los primeros años de posguerra se asentó la imagen de que era “una rubita tonta”, en palabras de la historiadora Heike Görtemaker, autora de la primera biografía académica sobre Eva Braun. Era «la novia del monstruo», añade en una entrevista del semanario Stern. Se han escrito miles de libros sobre la figura de Hitler, pero la mayoría se limita a su vertiente política porque no se le concebía otra. El historiador británico Ian Kershaw afirma en su monumental Hitler que: “‘Privado’ y ‘público’ se confundían completamente y se hacían inseparables. Todo el ser de Hitler vino a quedar embebido dentro del papel que interpretaba a la perfección: el papel de ‘Führer'”. Sin embargo ha surgido el interés por la otra vertiente del dictador, la de ser humano diabólico y no la de diablo con forma humana. Y es aquí donde la figura de Eva Braun se hace imprescindible. Es cierto que “su vida sólo es relevante porque la vivió con Hitler. El interés está en la cuestión de si es posible construir una nueva perspectiva sobre Hitler a través de ella”, opina Görtemaker. Y a este fin ha dedicado su libro Eva Braun: Leben mit Hitler.
Para ello ha dejado a un lado todas esas anécdotas triviales, pero que tanto se han difundido, como los celos que Eva sentía por Blondie, el pastor alemán de Hitler, y las patadas a escondidas con las que se desahogaba, sus discusiones por la incomestible dieta vegetariana que el dictador quería imponer, incluso sobre los intentos del personal de limpieza de encontrar entre las sábanas las pruebas de unas relaciones sexuales que sólo eran «presuntas». En su lugar, la historiadora berlinesa se ha fijado en todos los detalles que puedan iluminar la personalidad de Eva Braun y los vericuetos de su relación con Hitler. La correspondencia privada entre ambos fue destruida por orden del dictador, por eso ha tenido que recurrir a cartas a sus amigos y familiares, a anotaciones en viejos diarios, a comentarios casuales extraídos de declaraciones de personas pertenecientes al reducido círculo íntimo de Hitler, a fotografías y grabaciones. Los documentos son pocos, pero la mirada es distinta. Hasta ahora se partía de la sentencia del británico Trevor-Roper, autor de un estudio sobre el dictador publicado en 1947: Eva Braun “no es interesante”… un resumen demasiado categórico para 16 años de relación.
Hitler se decantó por ella tras estudiar su árbol genealógico: ningún antepasado judío. La historia tenía futuro
Ambos se conocieron en 1929 en el laboratorio fotográfico de Heinrich Hoffmann, a tiro de piedra de la sede del Partido Nazi. Hitler se pasaba por allí a menudo para visitar a su camarada del partido y fotógrafo personal. La nueva ayudante -llevaba un par de semanas en el puest- atrajo su atención al instante. Era mucho más joven que él, sólo tenía 17 años. Atractiva, alegre, ingenua en apariencia. “¿Me permite invitarla a la ópera, señorita Eva?”, así, con el tono cortés y meloso que Hitler siempre empleaba con las mujeres, empezó la relación. A sus 40 años, el futuro genocida era todavía un político ascendente. Ella era la segunda hija de una modista y un maestro de escuela. El interés de Hitler quedó patente cuando hizo investigar el árbol genealógico de Eva en busca de posibles antepasados judíos. Esa historia tenía futuro, pero no sería una relación fácil.
Prueba de ello son los dos intentos de suicidio de Eva Braun. El primero, en 1932, con la pistola de su padre y, según comentaron sus conocidos, con la intención de llamar la atención de un Hitler embarcado en la carrera que lo llevaría al poder. Distante, absorbido por la política, hizo un hueco en su extenuante gira electoral, en la que pronunciaba tres o cuatro discursos diarios, y se acercó al hospital con un gran ramo de flores. “Doctor, dígame la verdad”, preguntó angustiado por la posibilidad de que muriera. La chica viviría. Hitler, aliviado, volvió a su campaña. El segundo intento de suicidio tuvo lugar en 1935, esta vez con somníferos. Los motivos fueron los mismos: se sentía sola y abandonada, Hitler viajaba de un lugar a otro, pasaban pocos días juntos, no prestaba atención a sus quejas. “Si no tengo respuesta antes de las 10 de la noche, me tomaré mis 25 pastillas.” Hitler, ya señor de Alemania, captó el mensaje.
A pesar de la mayor atención que ahora le dedicaba Hitler, su papel seguía siendo discreto, sólo sabía de su existencia el reducidísimo círculo de confianza que se reunía en el Berghof, la residencia de Hitler en los Alpes y sede, hasta que la guerra empezó a torcerse, de lo más parecido a una corte nazi. Y allí se trasladó Eva para ejercer de señora de la casa. Era un escenario de lujo, con mármol de Carrara y piedra de Bohemia, y a la vez pequeñoburgués: ambiente tranquilo y casi familiar, pocas figuras destacadas. Según sus integrantes, estaba prohibido hablar de política si había mujeres presentes. Moda, cría de perros y coches, ésos eran los temas. Y las largas peroratas de Hitler a la luz de las velas hasta que Eva se acercaba a él entre los bostezos disimulados de los presentes y le decía “ya es tarde”. Él asentía y subía a su dormitorio, en el primer piso. Unos minutos después lo hacía ella. Sus habitaciones, al fondo de un largo pasillo cubierto con una gruesa alfombra de terciopelo, estaban comunicadas por una puerta. Para Heike Görtemaker, no cabe duda de que compartieron una relación sexual durante años. Discreta, escondida, pero incuestionable. En una estancia en el Berghof, Reinhard Spitzy, ayudante del ministro de Exteriores y nazi ferviente, se sorprendió al ver la relación de Hitler con Eva, pensaba que el Führer “era un asceta, muy por encima del sexo y el placer”, comentó. Para desmentir esa imagen, la propia Eva: “Si él supiera la historia que tiene ese sofá…”, dijo cuando vio una fotografía del premier británico Neville Chamberlain en el salón de la residencia de Hitler en Múnich, durante su visita de 1938.
Eva Braun fumaba, bebía y le gustaba bailar y flirtear; también el lujo y la moda: prefería los zapatos italianos y encargaba las pieles en París. Emulaba a las estrellas de cine. Era todo lo que Hitler decía despreciar
Discreción total. Secretismo. Eva no existía para los alemanes. Vivía a la sombra del Führer, esa creación teatral de Adolf Hitler que le reclamaba todas sus energías y que era el único papel que le encajaba. Y que tenía sus exigencias: “Muchas mujeres me adoran porque no estoy casado”. Y las mujeres eran su principal apoyo: “Son las primeras en reaccionar a mis discursos; luego siguen los niños y, por último, los padres”. Las mujeres jugaron un papel secundario en la vida de Hitler y del régimen nazi, ésa es la imagen tradicional. Todos los gerifaltes eran hombres. Pero en la masa que lo sustentaba las mujeres eran fundamentales. Había, desde luego, nazis fanáticas, como Magda Goebbels, esposa del ministro de Propaganda, o Hanna Reitsch, famosa aviadora que le pidió a Hitler permiso para lanzar una flota de kamikazes contra los rusos que llegaban al Oder, o Gertrud Scholtz-Klink, líder de la rama femenina del Partido Nazi, dispuesta a organizar a sus afiliadas en batallones de choque. ¿Y Eva? ¿Se puede establecer paralelismos entre el papel de Eva y el de las alemanas de a pie? Heike Görtemaker está convencida de que Eva era mucho más que el “descanso del guerrero”, de que “compartía sin ambages la visión del mundo y las ideas políticas de Hitler”.
Tras la guerra se desató un fuerte movimiento para esconder el papel que tuvieron las mujeres en la época nazi
Hay pruebas documentales de que estaba presente durante la discusión de cuestiones políticas delicadas. Es difícil creer que Hitler no las comentara con ella o que no hiciera de ella el receptor de sus habituales monólogos, muchos furiosamente antisemitas. Eva pasó la mitad de su vida rodeada de los nazis más fanáticos. Imposible sobrevivir en ese ambiente si se lo aborrece. ¿De dónde nace entonces esa visión apolítica de las mujeres en general y de Eva en particular? Las afirmaciones de los líderes nazis tras la guerra y la interpretación que de ellas hicieron los historiadores, sobre todo anglosajones, tienen la culpa. En declaraciones al diario The Observer, Heike Görtemaker comenta: “Albert Speer (ministro de Armamento) dijo que, ‘para todos los historiadores, Eva Braun va a suponer una decepción’ y sostuvo que las mujeres no desempeñaron un papel significativo en el Partido Nazi. Se refería a todas las mujeres, desde las esposas hasta las secretarias. Speer estaba tratando de proteger a su mujer. Existía un fuerte movimiento para proteger a las mujeres en general y así se aceptó universalmente que las mujeres desempeñaron un papel discreto en la política del Tercer Reich”. Durante los procesos de desnazificación, los padres de Eva Braun sostuvieron que su hija era una especie de ama de llaves de Hitler. Así protegieron su memoria.
Frente a los rumores de amor platónico, la historiadora afirma que mantuvieron una relación sexual incuestionable
Sin embargo, esta ama de llaves se mantuvo durante 2.280 días al lado de Hitler. En la última parte de la guerra se trasladó a Berlín y, aunque su habitación estaba en la parte antigua de la Cancillería, seguía viendo al dictador regularmente. Cuando los bombardeos se agravaron, se encerró con él en el búnker. Hizo oídos sordos a los ruegos de Hitler, no escaparía a Baviera, moriría con él. “Sólo la señorita Braun y mi perro me son fieles y están a mi lado”, se dice que comentó Hitler en los últimos días. La fidelidad puede que fuese la virtud que más valoraba en Eva. Y al final ella tuvo la recompensa que siempre había ansiado: el hombre que estaba “casado con Alemania” le propuso matrimonio bajo las bombas. El siguiente paso de este pacto con el diablo fue el suicidio: primero, ella; instantes después, él. Casi 65 años más tarde, el rostro de Eva Braun llena las portadas de la prensa alemana, pero es una Eva nueva, diferente. Está por ver si se la seguirá considerando la «rubita tonta», pues en el fondo resulta preferible imaginar a un único demonio, a un Hitler de maldad monolítica, sin fisuras ni andamiajes.
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